Los aires difíciles (2006) - Director: Gerardo Herrero
Cuando los Olmedo llegaron a su
casa nueva, soplaba el levante. El viento hinchaba los toldos de lona hasta
despegarlos de su armazón de aluminio y los dejaba caer de golpe sólo un
momento antes de volver a inflarlos, produciendo un ruido continuo, sordo y
pesado como el aleteo de una bandada de pájaros monstruosamente grandes. […]
Juan Olmedo identificó enseguida el eco de las barras de hierro que giraban en
las argollas y pensó que había tenido mala suerte. El contraste entre el cielo
azul, resplandeciente del sol que rebotaba como un balón de luz contra las
fachadas de las casas, todas blancas, iguales, y la hostilidad de aquel viento
salvaje, tenía algo de siniestro. […] Juan siguió con los ojos el baile de las
páginas sueltas, que ascendían bruscamente en espiral o se arrastraban a golpes
de viento por el suelo, y distinguió a lo lejos la figura de su hermano,
clavado como un poste en la exacta intersección de dos calles pavimentadas con
baldosas, todas rojas, iguales. […] Al llegar a su lado le abrazó, sonriéndole,
muy cuidadosamente, y le besó en la mejilla antes de pasar un brazo por sus
hombros para echar a andar con él. […] Mientras los dos hermanos recorrían
juntos aquel estrecho sendero peatonal, como un caminito de casa de muñecas, el
viento levantó a su alrededor un tumulto de pétalos de buganvilla, rosáceos,
rojos, morados, inertes, ligerísimos, y Alfonso Olmedo por fin sonrió.
[…]
Sara
Gómez había contemplado toda la escena desde la cristalera de su dormitorio,
cerrada a cal y canto contra el viento. […]La proximidad de septiembre la
inquietaba. […] aún no sabía cómo se vive en otoño al borde del océano, en un
pueblo donde los taxis no llevan contador y se puede ir andando a casi todas
partes. […] La casa número 37 estaba todavía en construcción cuando ella
decidió quedarse con la número 31, situada casi enfrente y terminada ya, a
falta de los remates. Por eso la escogió, y no preguntó por los vecinos. […] no
prestó mucha atención a las palabras del vendedor, mientras le explicaba en el
tono monótono de las lecciones bien aprendidas que los muros estaban pensados
para defender el jardín de los vientos, alternos y constantes, secos, cargados
de arena, o húmedos y sorprendentemente fríos, benéficos en algunas épocas del
año pero devastadores, aunque él se limitó a decir molestos, casi siempre. […]
Sentada
en el sofá de su salón deshabitado, una sucesión de huecos que reclamaban en
vano la presencia de los muebles que su futura propietaria había encargado ya
en media docena de tiendas, escuchaba el alarido del levante, libre ahora del
obstáculo de los toldos abiertos, más feroz y más monótono, como la implacable
banda sonora de una realidad que sucedía al otro lado del jardín y no se
detenía nunca. Sin más compañía que aquel zumbido ensordecedor y un paquete de
tabaco, empezó a desconfiar de su propia inquietud, el espíritu furtivo,
clandestino casi, que había creído distinguir en cada gesto de los recién
llegados. Al fin y al cabo, estaba aprendiendo la lección del viento. Ya sabía
lo suficiente para sospechar que seguramente en un día de calma, una buena
mañana de playa, plácida y calurosa como la de cualquier otro 13 de agosto, sus
nuevos vecinos no le habrían parecido tan extraños. […]
Una franja anaranjada y asombrosamente intensa suplantaba al azul sobre la línea que dividía el mar del cielo. […] Él
ya había vivido en la costa durante algunos años, pero en una ciudad como Cádiz
todo era distinto. […] Se
sentía como si el levante se hubiera disuelto sólo en la superficie de las
cosas, pero siguiera vivo y azotándole por dentro sin piedad. Estaba preocupado
y más que eso, confuso, indeciso, enfermo de responsabilidad. […] Las
cañas de pescar no estaban tan lejos de su punto de partida, ni tan próximas
entre sí como le habían parecido al principio. Las fue dejando atrás, una a
una, mientras descubría que las rocas que se veía obligado a sortear desde
hacía un rato no formaban un accidente natural, ni se habían ido amontonando
casualmente en la orilla de una playa donde la arena era tan fina que convertía
su simple presencia en un misterio. Los bloques de piedra, fundidos por la
insensible tenacidad de las olas y el tiempo en una amalgama grisácea, viscosa,
sin aristas, penetraban en el mar dibujando una línea más o menos perpendicular
hasta cruzarse en ángulo recto con otro muro de rocas, paralelo a la playa, que
cambiaba el curso de las olas, dibujando en el agua una raya imposible. Juan
recordó que alguien había mencionado una almadraba para aludir a la zona en la
que se encontraba su urbanización, y comprendió enseguida por qué los
pescadores cargaban con todos sus aparejos hasta un rincón tan alejado del
centro. […] El
emplazamiento del pueblo donde acababa de instalarse era el único aspecto de su
nueva vida en el que estaba casi seguro de haber acertado. Desde el primer
momento, renunció a vivir en Jerez, y no sólo porque estuviera lejos de la
costa. No tenía sentido abandonar una gran ciudad para mudarse a una versión
reducida del mismo modelo, como un ensayo, un embrión de lo mismo, y por eso
desdeñó también El Puerto de Santa María, que seguía siendo demasiado grande,
demasiado urbano, demasiado formal para lo que él pretendía.
[…]
La
asistenta de Sara tenía treinta años, un hijo de once, un matrimonio
desgraciado a cuestas y bastantes kilos de más […] Andrés el hijo de Maribel,
que se veía obligado a desperdiciar sus vacaciones acompañando a su madre al
trabajo todas las mañanas, era un niño solitario y taciturno, un adulto
prematuro que no hacía ruido y se quedaba sentado en una silla […] Ése
era el vínculo que unía a Sara con Andrés […] Ella le preguntaba por los
vientos, cuántos eran, qué significaban, qué efectos producían sobre la pesca,
sobre las plantas, sobre el ánimo de toda esa gente que parecía planificar su
vida entera en función del levante, del poniente, del viento sur, del calor o
el frío, la humedad o el aire seco que aconsejaba lavar o no la ropa, salir o
no a la calle, abrir las ventanas o cerrarlas a conciencia para evitar la arena
de la playa, que se cuela en la comida, que estropea el motor de los
electrodomésticos, que se infiltra en la llaga de las baldosas y, por mucho que
se barra, nunca puede eliminarse del todo. Él sonreía, como si no pudiera
concebir la confusión que un mecanismo tan simple había llegado a sembrar en el
entendimiento de una señora tan lista y tan mayor, y contestaba con paciencia y
rotundidad, paladeando una rara sensación de importancia.
–Tú
ponte en la playa… –y abría las dos manos con las palmas extendidas, como si
estuviera sujetando a Sara por la cintura al borde del mar–. ¿Estamos? Si sopla
por la izquierda, es el levante, si sopla por la derecha, es poniente, si viene
de cara, es sur.
–¿Y
mientras no estoy en la playa?
–Pues
es igual de fácil. Cuando sopla levante hace calor, mucho calor en verano, y es
muy seco, se nota en la boca, en la garganta… Atonta a las moscas, pero atrae
muchos insectos raros, orugas, abejorros, y sobre todo diablillos, que son como
unos mosquitos grandes, con dos alas finas y alargadas a cada lado, muy
asquerosos pero que no pican. Cuando vea un diablillo, te lo voy a enseñar, y
así, en cuanto que veas uno, ya sabrás que está entrando levante. El poniente
es fresco, pero puede llegar a ser muy pegajoso. Entonces se nota en la ropa,
porque se suda más.
–Es húmedo –se
atrevía ella a concluir por él, preguntándose en qué punto se perdería esta
vez.
–Si
viene con sur sí. Si no, depende. Pero siempre te echa de la playa por las
tardes, porque de repente hace mucho frío. Claro que el sur es peor, todavía
más frío, y se nota en las sábanas, por la noche, que de repente están heladas.
–Ya…
–Sara vacilaba ante la primera dificultad–. ¿Y cómo se distingue el sur del
poniente?
–Pues…
–Andrés se detenía, como si, de puro tonta, no hubiera llegado a entender bien
la pregunta–, porque sí, porque se distingue. Porque no sopla del mismo lado.
Porque el poniente suele ser más seco, pero no tanto como el levante.
–Que
es peor.
–En
verano sí. Sobre todo cuando está en calma, o sea, cuando se nota que va a
empezar a soplar, pero todavía no sopla, y a veces puede marcharse sin llegar a
soplar nunca, como la semana pasada, ¿te acuerdas? –Sara negaba con la cabeza,
pero aquel gesto nunca llegaba a desalentarle–. Bueno, da igual. Lo que pasa es
que entonces es horrible, porque hace un bochornazo… Entonces sí que se suda,
pero a chorros, porque además casi siempre trae humedad.
[…]
La
repentina irrupción del poniente, que infiltró el otoño en el interior de lo
que aún debería haber sido una tranquila tarde de verano, se estrelló en la
docena escasa de toldos que permanecían abiertos como un sonoro punto final.
[…]
"Sola con el levante" de Luzdelsur -Stefan Schmidt
–Lo
que se me olvidaba decirle tiene que ver con el viento –anunció la doctora
Gutiérrez– […] Procure prestarle atención al levante. En el mes de septiembre
todavía es peligroso. Luego, en otoño y en invierno, el problema disminuye,
porque es un viento muy extraño, que cambia de carácter con la temperatura. No
me pregunte por qué, porque yo soy de Salamanca y aunque vivo aquí desde hace
más de diez años y estoy casada con un nativo, todavía no me he enterado muy
bien, pero el levante, que es muy agradable cuando hace frío, porque es cálido
y seco, puede llegar a alterar mucho a la gente en primavera, y aún más en
verano, cuando coincide con el calor. […]
–Para
que se haga una idea, en los juzgados de esta provincia se admite el levante
como factor atenuante en procesos por lesiones, malos tratos e, incluso,
homicidio. […]
Aquella
advertencia salió con él a una mañana calurosa y soleada, y lo acompañó entre
los apacibles campos sembrados que flanqueaban la carretera hasta la puerta del
hospital, como un inquietante indicio de que hasta el más sereno de los
paisajes puede esconder un infierno larvado.
[…]
–¿Me estás
salvando la vida? –le preguntó luego, y ella se echó a reír.
–Bueno… De
momento te estoy invitando a cenar.
Juan
cerró los ojos, asintió con la cabeza, volvió a mirarla, Sara le sonreía, él le
devolvió la sonrisa. […]
El
levante entró en su casa con el ímpetu de un enamorado impaciente. Agitó las
cortinas, acarició las hojas de las plantas, levantó las esquinas del periódico
de aquella mañana, se coló por todas las rendijas y entre las aspas del
ventilados, pero no trajo consigo recelo, ni inquietud, ni la desconcertante amenaza
del desorden. […] Aquel levante era sólo alegría. Todo se mantuvo en su sitio
porque aquélla era también su casa, porque su dueña ya había aprendido que no
podía vivir sin él. […]
No
estuvo fuera mucho tiempo, quizás cinco minutos, tal vez menos, pero cuando
volvió a entrar, entró en una casa diferente, nueva, limpia, que retenía el
espíritu del viento. Entonces recordó lo que decían todos en el pueblo, y
sonrió.
Porque el levante se lo lleva todo.
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