lunes, 12 de septiembre de 2011

CÓMO VIVÍA UN CHICUCO CÁNTABRO EN CÁDIZ hacia 1905, por Venancio González


Espléndida foto de una tienda de ultramarinos finos y coloniales del archivo de la casa Díaz Revilla. La dependencia -chicuco, dependiente, encargado y el dueño con su vástago- forman al pie del cañón detrás del mostrador, bajo para que las marchantas puedan subir la bolsa. En la jamonera que pende del techo no cuelgan perniles, son babuchas, que estaban "de realización".

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            El dueño de la tienda se llamaba Primo, pero casi nadie conocía su apellido. Siguiendo una inveterada costumbre entre los montañeses de Cádiz era conocido por el nombre de su establecimiento. Lo llamaban, por tanto, Primo el de Vista Alegre.
            El llegar Fulgencio le dio la mano como si fuera un hombre, y además le habló de usted. Con ello presagiaba la seriedad que iban a tener sus relaciones.
            El forzudo gallego ayudó al chicuco a sacar todas sus cosas del carrillo y subirlas por una empinada y estrecha escalera de madera al altillo.
            Era éste una pieza de amplia superficie con cimbreante suelo de madera y techo bajísimo que un hombre normal llegaba a tocar con las manos. No había ventilación directa. Olía a sudor y a jabón. Allí se acomodaban cinco catres, el mismo número de baúles y sillas, varias perchas en las paredes de las que colgaban algunas prendas de ropa, un lavabo de hierro con menguada palangana de porcelana y un pequeño espejo apulgarado por la humedad. Todo ello iluminado por una bombilla de 15 bujías.
            Éste sería, en adelante, su aposento, compartido con los restantes dependientes de la casa. Era inevitable que se acordara de su casona en la aldea, pero no sintió nostalgia.
            Una vez que el gallego lo dejó solo observó todo aquello. Colocó lo mejor que pudo las ropas de la cama, se puso su uniforme de trabajo, o sea, la blusa blanca cerrada en el cuello. Con mucho cuidado, para no caerse por la endemoniada escalera, bajó hasta la tienda para presentarse de nuevo al que ya era su jefe. [...]
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            Cuando dieron las seis de la mañana tuvieron que zamarrearlo fuertemente para despertarlo. Sólo se despejó por completo cuando sintió el agua fresca en su cara.
            Aquella tienda no era ni muy grande ni demasiado pequeña. Podríamos decir que era la "tienda de montañés" que pudiera tomarse como tipo entre las de Cádiz. En ella estaban representadas todas las categorías en el rígido escalafón de los montañeses: un chichuco, dos dependientes, un segundo, un encargado y el dueño.
            El trabajo de Fulgencio era el más pesado y a la vez el de menos responsabilidad. Lo que más hacía era lavar vasos, platos y cucharillas. Por las mañanas, o mejor dicho, por las madrugadas, ayudaba a poner en su sitio todas las sillas que por las noches habían colocado encima de las mesas. Después tenía que limpiar con polvos de tiza los cristales de las puertas y una serie de espejos colocados caprichosamente en los sitios más inverosímiles. También tenía que llevar los servicios que pedían de los puestos del próximo mercado y hacer todos los recados. Gracias a esto iba conociendo la ciudad.
            Le extrañaba mucho cómo hablaba la gente. Al principio no entendía lo que le decían. Además de que hablaban muy de prisa, aquella forma de pronunciar no era la que le había enseñado don Luis.
            Su jornada de trabajo hoy nos parecería inhumana, y con mucha razón. A las seis de la mañana era despertado. Después de un somero aseo se abría la tienda y empezaba el despacho, mientras la dependencia desayunaba un abundante café con leche acompañado de buena cantidad de churros, recién fritos en un puesto inmediato. A la una, la comida, compuesta por lo que llamaban, "sota, caballo y rey". O sea: sopa, cocido y pringada. Además un plato de pescado o bistec, con furta o queso de postre y vino tinto.
            Existía la costumbre, en la mayoría de las tiendas, de que si alguno no quedaba satisfecho después de haber comido todo lo que le ponían podía pedir lo que quisiera y la casa lo pagaba. Esto no ocurría casi nunca, pues los sacrificios laborales se compensaban con la abundancia gastronómica.
            Después de la comida amainaba mucho el trabajo, reducida la clientela a los que se pasaban toda la tarde tomando un solo café que se jugaban a las cartas o al dominó. Era cuando empezaba la siesta, que se hacía en dos turnos de hora y media cada uno.
            A las cinco volvía a aumentar la clientela y toda la plantilla volvía a estar otra vez en plan de trabajo hasta las doce de la noche, hora en la que se cerraba, con el único intervalo de la cena, que entonces se hacía a las siete de la tarde.
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            Los domingos y fiestas de guardar había una ligera diferencia. La dependencia se levantaba un cuarto de hora antes aunque la tienda se abría media hora después. El motivo era la asistencia a la misa de seis del "Hospitalito". La pequeña capilla del Hospital de Mujeres, en la calle del mismo nombre muy cerca del mercado.
            La gente la llamaba "la misa de los montañeses". Por su hora, era la apropiada para que cumplieran el precepto dominical los que trabajaban en establecimientos de bebidas y comestibles de las inmediaciones.
            Sería curioso conocer lo que pensaban aquellos jóvenes uniformados con blusa blanca o babis de dril, según fueran del gremio de bebidas o del de comestibles. Tenían una fe empírica y primitiva. Iban a misa porque se lo mandaban y ya eso era una razón. Además sabían que el cura de cada uno de sus respectivos pueblos les ordenaba ir. Aunque la misa de la aldea era distinta. Allí era un verdadero acto social al que no faltaba nadie y en el que se veían semanalmente todos los vecinos con el aliciente de una pintoresca homilía, o plática como se decía entonces, que las más de las veces llegaba a lo profundo de las sencillas conciencias aldeanas.
            Aquí se limitaban a escuchar los latines que con monótono sonsonete iba desgranando el viejo canónigo medio dormido, a los que contestaba con voz atiplada un sacristán de movimientos un tanto equívocos.
            La montañesería andante, en unión de unas cuantas viejas madrugadoras era lo que más tarde se llamaría el pueblo fiel y asistía al acto litúrgico con una actitud que podríamos llamar de respetuosa ausencia. Cada cual pensaba en sus cosas. [...]
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            Aunque la intensidad del trabajo dejaba poco tiempo para las meditaciones, Fulgencio pensaba algunas veces sobre su nueva situación. Sin duda alguna estaba satisfecho del paso que había dado. Tenía que trabajar mucho pero le trataban bien. Como a un hombre. Todas sus necesidades inmediatas estaban cubiertas. Su trabajo no tenía nada de infamante. para limpiar el suelo había una limpiadora que iba todas las mañanas. Una lavandera recogía la ropa sucia dos veces a la semana y la devolvía limpia al día siguiente. Le permitían fumar gratuitamente, aunque por respeto nunca lo hacía en presencia del dueño. Como en todas las tiendas de montañés, había un cajoncito de madera con tabaco de picadura, papel y cerillas que el dueño reponía diariamente. Allí se proveía la dependencia a su voluntad, aunque estaba prohibido servir al público con un cigarro en la boca.
            También tenía la tienda un abono en una barbería de la calle Hospital de Mujeres, gracias al cual la dependencia se pelaba una vez al mes y se afeitaba dos por semana. [...]
            Cuando llevaba ya unos meses trabajando, Primo le llamó la atención sobre lo rozado que tenía el cuello de la blusa blanca, por lo que debía comprarse una nueva.
            –Sí, señor, pero yo no tengo dinero.
            Entonces se dio cuenta de que se había puesto a trabajar sin saber lo que ganaba ni cómo lo cobraba. En eso no había pensado nunca. [...]
            Primo esbozó una sonrisa de benevolencia y aclaró:
            –Lo que usted gana está depositado en "Pérez y Compañía". Vaya usted al Pópulo a decirles que necesita comprarse una chaqueta blanca.
            Allá fue por primera vez desde que había llegado a Cádiz. Don Manuel lo hizo pasar a la trastienda. [...] Se enteró de que su sueldo eran cuatro mil reales al año, que ya había ganado lo suficiente para pagar el viaje y lo comprado al llegar y que aún tenía saldo positivo. Le alentaron a que siguiera como hasta entonces. Su primer objetivo debía ser el de ahorrar seis mil reales para pagar el "quinto"[1]. Si seguía trabajando fuerte y aprendiendo, podría ascender pronto a dependiente y lo peor habría pasado. [...]
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            [...] En varias ocasiones se había sentido enfermo algún dependiente de la tienda y había que llamar a don Rafael, que era el médico de los montañeses. Una vez, uno de ellos tenía algo más serio que un vulgar catarro. Don Rafael, cuando lo reconoció, indicó que tenía que ir a la Casa de Salud. En un coche de caballo, envuelto en una manta y acompañado paternalmente por Primo, se marchó el enfermo...
            Al cabo de dos semanas volvió curado. Entonces se enteró Fulgencio de que pagaba una cuota mensual que le daba derecho, en caso de enfermedad, a ser hospitalizado en la Casa de Salud del Centro Cántabro, que estaba en la calle Adriano de Extramuros, en donde recibían asistencia gratuita todos los asociados.
            Es indudable que el Centro Cántabro de Cádiz se adelantó en varias décadas al seguro de enfermedad.

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                                                           Venancio González, El montañés de la esquina (1961), Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1995 (2ª edición)

NOTA SOBRE VENANCIO GONZÁLEZ (1917-2001), el autor

Venancio González García nació en Cádiz el 15 enero de 1917, del matrimonio formado por Venancio González Díaz y Milagros García Abascal, dos montañeses afincados en nuestra ciudad,. A Cádiz vino Venancio padre como chicuco en los primeros años del siglo XX. Se formó en el colegio de la Salle Mirandilla, simultaneando los estudios de Bachillerato con los de la Escuela de Artes y Oficios. Posteriormente cursó Medicina en la Facultad de Cádiz. Finalizada la carrera, en 1942, se casó con Rosario Martínez Gavira, e hizo la especialidad de pulmón y corazón en el hospital de Valdecillas de Santander y posteriormente se doctoró en Madrid.
    
En su vida profesional alternó su puesto de especialista en pulmón y corazón en el Hospital Fernando Zamacola (actual Puerta del Mar) con su consulta particular. Tuvo cuatro hijos, Venancio (1944), Pepe Ángel (1946), Adolfo (1948) y Rosario (1956). Fue concejal en el Ayuntamiento presidido por José León de Carranza, encargándose, fundamentalmente del área de tráfico.

Obtuvo varios premios de narración breve y fue mantenedor en distintos Juegos Florales de la provincia. Todo ello simultaneado con colaboraciones en Diario de Cádiz y la Hoja del Lunes. Murió en el año 2001, un poco antes de que saliera el libro homenaje editado por sus hijos “Apuntes Taurinos de Venancio González”, en el que numerosos amigos suyos glosan distintos dibujos extraídos de los cuadernos que llevaba a las plazas de toros para pintar bocetos que más tarde utilizaría en sus conferencias.

                      Adolfo González Martínez, http://www.gentedecadiz.com/?p=1571

[1]  En aquel tiempo, el recluta que pagaba 1.500 pesetas no hacía el Servicio Militar.

1 comentario:

  1. No, conocí en persona a este señor...Pero,sé,que él fue quien trato a mi madre, de una lesión pulmonar, muy frecuente por aquella época....Y cada vez que nos hablaba de aquello, sólo oíamos palabras agradadables y de agradecimiento hacía él,por su calidad humana ,y su buen hacer....Gracias,gracias,pudimos disfrutar de una madre maravillosa....Que por cierto, su padre (mi abuelo),también llegó a San Fernando de chicuco...Y muy orgullosos que estamos....

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