viernes, 7 de enero de 2011

CÁDIZ en TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS, de José Manuel Caballero Bonald

Plaza de la Candelaria, Cádiz


8. ESOS DESCONOCIDOS CON LOS QUE CONVIVES
                Con Cádiz he mantenido desde siempre unas relaciones de convivencia irreprochables. Es como si se tratase de una ciudad especialmente diseñada para satisfacer mis gustos en materia urbanística y aun las exigencias de mi sensibilidad. Me refiero sobre todo a aquellos años centrales de la década de los 40, cuando aún no había aparecido intramuros de la ciudad más que algún aislado adefesio arquitectónico. Luego ya las cosas sucedieron de otra inevitable manera. […]
A la traza de Cádiz le viene ciertamente bien el muy socorrido símil de navío fondeado. En cualquier dirección que se vaya, siempre se termina yendo al mar, que es como el compendio sensitivo del cuerpo de Cádiz: su historia, su industria, su mitología, su peligro, su orgullo. Confín del mundo occidental, bastión del no más allá de las columnas de Hércules, Cádiz fue asimismo cabeza de puente de las Indias, encrucijada de las rutas comerciales ultramarinas. Pero su cultura, el más remoto ingrediente de su personalidad, le llega del fondo del Mediterráneo: de los viajantes de comercio de Tiro, de las expansiones clásicas de Grecia y Roma y, antes aún, de los turdetanos y los sirios que arribaron a estas orillas desde los inciertos confines de la historia. El hecho de que fueran esos navegantes fenicios quienes fundaran Gadir hace unos tres mil años –poco después de la homérica caída de Troya− debe constituir sin duda un referente psicológico nada desdeñable.
                En Cádiz, si bien se mira, hay por lo menos tres Cádiz: el antiguo, que va de los fenicios a los romanos; el que llega de un salto al neoclasicismo, y el que todavía anda gestándose. No es que estén superpuestos, aunque también pueden estarlo de cierta desordenada manera, es que se cruzan a medio camino entre la leyenda y la historia, lo cual no deja de ser una conjetura literaria bastante manoseada. A la ciudad antigua, con ser tan eminente, apenas se la ve, o sólo se la ve excavando en solares imposibles o acercándose al museo arqueológico. Tampoco asoma por ningún sitio el Cádiz medieval, un enigmático paréntesis en que la ciudad parece ir a la deriva por no se sabe qué mar tenebroso, sin dejar más rastro que el de su poco explicable desvanecimiento. Lo único que se advierte a simple vista es que buena parte de Cádiz, tal como hoy prevalece, está anclada en el siglo XVIII, que es cuando adquiere su máxima preponderancia a raíz del monopolio del comercio con las Indias. Cuentan las crónicas que había entonces en la ciudad un teatro permanente de ópera italiana y otro donde se representaban exclusivamente obras en francés. No en vano disponía Cádiz por esas fechas del índice de lectores más elevado del país y se ufanaba de ser un privilegiado nudo de enlace cultural –y económico− entre Europa y América.
                Los gaditanos disfrutan de un modelo vital donde se decantan, en cierto modo, los supuestos estatutos de esa entelequia llamada sabiduría popular andaluza, que viene a consistir en una mezcla desigualmente dosificada de cachondeo por libre, estricta civilización y arenas movedizas. Aparte de su muy aireada tradición liberal, la gente de aquí suele ser muy dadivosa, muy desenvuelta y comunicativa, muy bien dotada para limar toda clase de asperezas. Es fama que en Cádiz nadie se inmiscuye en la vida de nadie y que la frontera de la libertad del prójimo sólo se atraviesa a efectos humorísticos. El gracejo, como tal síntesis de elocuencias imaginativas –objeto de tantas groseras falsificaciones− alcanza aquí una peculiar movilidad. No es un alarde de ingenio, aunque también lo sea, es sobre todo un estado de ánimo, la exteriorización de un carácter refinado y ocurrente. Algo así como un ejercicio de agudeza mental que acaba contagiando al no iniciado, integrándolo en un juego bastante vistoso.
                Un buen sistema para entrever indiscretamente la airosa personalidad de Cádiz es andar de fisgoneo por sus edificios civiles, allí donde la caoba y el mármol definen todo un sólido estilo de vida: la espléndida piedra traída de Italia y la rica madera llegada de las Indias como lastre en los cargueros que volvían de vacío. Los despachos, con su reproducción del último clíper que cruzó el Atlántico y el Lloyd´s Register sobre la consola isabelina, huelen todavía a especias coloniales, a café de Brasil, a tabaco habano. Un olor a ultramar que aún parece sustituir a la otra copiosa gama de olores locales, los que bullen por esas esquinas donde los cañones y espingardas que frenaron al francés se usan a manera de guardacantones. Muchas de esas casonas tienen traza palaciega, aunque son pocas ya las que siguen habitadas por sus dueños. Hay una en pleno centro urbano que consta aproximadamente de setenta habitaciones. Hasta hace poco vivía allí una anciana y solitaria dama, pero la escasez de servicio la obligó a recluirse en unas pocas dependencias, prescindiendo del resto de la mansión. De cuando en cuando, la anciana decidía cambiar de zona habitable, y organizaba una auténtica mudanza a través de la inmensa casa vacía, seguida de una procesión de ganapanes portando baúles y enseres. El espectáculo debía de tener algo de pantomima de un mundo que se ha quedado demasiado ancho. O demasiado estrecho, según. Cuentan también que en una de esas casas, cuya prestancia ornamental queda siempre a medio camino entre las Antillas y Génova, se reunía una famosa tertulia romántica auspiciada por doña Frasquita Larrea, madre de Fernán Caballero. Lord Byron, que llegó por entonces a Cádiz en olor de dandismo, se personó sin más en esa tertulia, atraído tal vez por las bellas muchachas gaditanas que ya encandilaron a los poetas latinos. Su aparición tuvo que producir una considerable dosis de sofocos y taquicardias, pero lord Byron fue amablemente reexpedido a la calle, no sin antes oír de la remilgada anfitriona que, entre sus costumbres, no figuraba la de recibir a alguien a quien no había sido presentada. No se tienen noticias sobre la reacción de lord Byron ante esas sutiles variantes locales de la cortesanía.
                Cuando empezó el curso, ya instalado en Cádiz, pude ir cotejando a mi manera todas esas impresiones sobre la geografía física y humana de la ciudad. Aunque en teoría debía pasar en Jerez los fines de semana, siempre había alguna buena razón para no hacerlo. De esa época gaditana conservo unos recuerdos bastante agitados. Me fui a vivir a una pensión de la plaza de la Candelaria, un viejo caserón de tres pisos y aún visibles huellas de pasados boatos, donde se hospedaban no menos de una veintena de estudiantes de Medicina y de Náutica. La pensión era lo más parecido que había a una olla de grillos. Regida por una mujerona que, al igual que la casa, debía de haber sido de muy buen ver, todo andaba allí un poco manga por hombro. En realidad, el único control inconmovible era el del anticipado pago semanal del pupilaje. Por lo demás, allí se podía ha de todo y hubo muy sonados regocijos y cuchipandas, con la regular concurrencia de chicas de la localidad. La patrona incluso aportaba a los festejos, por propia iniciativa, las dos o tres sirvientas jóvenes dedicadas al servicio de comedor. Yo creo que las tenía allí un poco como cebo. […]

José Manuel Caballero Bonald, Tiempo de guerras perdidas (La novela de la memoria, I),
Barcelona, Anagrama, 1995, págs. 149-153.

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