C. E. de Ory con su padre
CARTA ÚNICA A MI
PADRE
CARLOS EDMUNDO DE ORY
“No digo, naturalmente, que me he convertido
en lo que soy sólo por tu influencia”.
Kafka, Carta
a mi padre
Querido padre mío:
Sé
muy bien que esta escritura que te dirijo no es más que una vana ilusión. Tú no
puedes leerla. Te encuentras en otros planos, ocultos para mí, y yo siento que
me comunico contigo a espaldas tuyas. Las cartas que se escriben, igual que los
libros, aguardan lectores de carne y hueso. Pero los seres espirituales no
consideran esas cosas como útiles o necesarias a su trascendencia. Aunque en
otros tiempos, parece ser, el intercambio entre los vivos y los muertos se
hacía posible mediante la Ciencia Espiritual. Lo tengo aprendido y esta verdad
me anima a escribirte con todo mi corazón, sin esperar respuesta materializada.
Te
pido perdón por la osadía, pues obro a sabiendas de que exhibo una carta
abierta. Desde luego, no lo hago a título de literato, sino de testigo. Soy un
poeta que ha llegado a su madurez, y no se me olvida tu profecía. Aquel poema
tuyo, «A
mi hijo Carlos», cuando yo era un niño de cuatro años. Padre poeta y
vaticinador, me viste tal como yo era de pequeño y presagiaste mi futuro. Tu
horóscopo se cumplió a la letra. Me habías contemplado transido de angustia, y
con voces exclamativas e interrogativas averiguabas la razón:
«¿Qué te
ocurre, dime;
que a tus pocos años
no veo la
sonrisa
posarse en
tus labios»
me veías «siempre tan callado, tan
meditabundo, tan triste y tan pálido»; y te sobrecogía mi semblante pensativo,
ya inquieto por el enigma de la existencia; hablabas conmigo, como si pudiera
entenderte, y en verdad me inicias en cosas recónditas. Porque todo el asunto
de tu delicado poema es adivinación y anuncio de mi sino. Ahí descubres las
esencias de mi ser y me llamas con palabras hierofánicas: «eres un vidente, un
zahorí o un mago» y te parece que mi espíritu filosofa quizá con la
clarividencia de algún gnomo extraño, lo dices así y luego concluyes:
«Tú serás
poeta,
poeta
preclaro;
¡serás… mi
obra magna
y mi mejor
lauro!»
Cuando
yo salí del vientre materno, el 27 de abril de 1923, un viernes, mes y día de
Venus para los romanos, tú, también de nacimiento homo Venerius, contabas treinta y nueve años. Hasta tu muerte en
vísperas de cumplir cincuenta y cinco años, vivimos en la casa señorial que tú
heredaste, cuna tuya que también lo sería de tus ocho hijos. Mansión de los Ory gaditanos, la de los amplios miradores y tres pisos, empinada frente al mar
Atlántico. Hace tiempo que no nos pertenece, pero ahí está, siempre de color
verde, resguardada de los vientos en su rincón de la Alameda Apodaca.
Enseñoreándose del frontispicio con el empaque de su altura, esta vivienda
ostenta el remate de un pretil de azotea italianizante, gracias al juego
ornamental de tres hermosas cráteras neoclásicas.
Por
nuestra ascendencia y patrimonio fuimos bien nacidos. Hijos de un poeta, a su
vez, hijo de marino. Esta doble influencia, esta tradición binaria, que te debo
a ti, acabaría por establecer mi identidad absoluta, conforme al aserto
platónico: «Hay tres géneros de hombres: los vivos, los muertos, y aquellos que
aman el mar».
Mira
lo que te digo y que da razón de mí. Caí al mundo en esa punta marina que se
llamó Tarsis en los tiempos bíblicos, cuando fue visitada por Jonás. Eché una
primera mirada al mundo y estaba cerca el mar. Tú lo has cantado mucho antes
que yo –«Frente al mar Atlántico tejo mis canciones»–, no obstante que ambos
igualmente sabíamos del océano como aborígenes costeños, casi insulares.
[…]
¡Ah,
déjame seguir por donde iba! La dicha metafísica de haber nacido a orillas del
mar, en cuanto a mí, me parece la sola bienaventuranza que me acredita como un Terrae Filius. Tengo que subordinar mi
nombre, mi estirpe a la pasión de criatura terrestre. Si yo hubiera venido al
mundo en otra litosfera, en otra atmósfera distinta, en otros horizontes
cerrados, no sería meridional y no correría por mis venas sangre neptúnea, la
verdadera «sangre azul» de mi nobleza.
[…]
Te escribo en abril de 1984 a
punto de cumplir sesenta y un años. Soy un hombre mayor que ha conservado el
fondo de seda de la niñez.
Sé
que no sabría apropiarme la fórmula del personaje de Poe, pese a lo que me
fascina: «Mi
primer nombre es Egaeus, pero no mencionaré mi apellido. Puedo decir, sin
embargo, que no hay en este país mansión más honrada por el tiempo que mi
sombrío castillo heredado»… (Berenice).
No es la mía la casa señorial de una estirpe de visionarios, sino todo lo
contrario. En tu despacho, que también era tu biblioteca, del gran mirador,
cara al mar, veía yo a un poeta en su torre de marfil soleada. A través del
cierro de cristales penetraba la divina luz. Y esa luz que me dio en el cuerpo,
se me quedó en el alma.
[…]
Recuerdo
vivamente la estampa genesíaca que fue la biblia de mis sentidos. Todavía
cuelgan algas de mis huesos. Hay yodo en mi conciencia soleada y en el Egipto
de mis ojos nostálgicos se levantan palmeras. No salgo del sueño vitalicio que
aquel entonces se avenía con mis ojos abiertos, y de noche, desvelado, acudía
puntualmente, cuando mi cama me arrastraba en medio de los mares. Yo me
considero naonato. Me acunaron brazos de mar, vientos salitrosos, y del éter
aromado respiré ondas de aire marítimo embriagante. Tengo un olfato
ultrasensible que percibe combinaciones de substancias odoríferas; en especial
la langosta y el jarmín me vienen mezclados en mi ser respiratorio. Huelo
gaviotas y olas, rocas y arenas. De tal modo que mi propia esencia se coloreó
de bálsamos natales.
[…]
Y
esta añoranza mía de vivencias que cristalizaron en mi personalidad se asienta
en la curva existencial de los años mozos. Pero no me refiero a la época
disfrutada en la concordancia del hogar, sino a gozos intensos en aquellos
momentos cruciales. Eran perspectivas del afán cotidiano volviendo la espalda
al hogar. Y como citas con lo desconocido. Superando la norma de urbícola
callejero (paso por alto el colegio y el romanticismo soledoso del parque y los
jardines), yo me iba, a veces con compañeros fugitivos, a veces con doncellas
extrañas, persiguiendo confines y metas aventuradas. Fuera de la ciudad, sabía
yo descubrir campos vedados y terribles pantanos, nunca ahíto de peligros y de
misterios. Hoy día no queda nada por explorar (ni siquiera cuevas fenicias),
saliendo de Cádiz por Puerta de Tierra, y ya hace tiempo que desapareció San
Severiano, su pequeña playa y los desmontes entre las vías de ferrocarril. Todo
es ahora población y comercio. En mi memoria han quedado, ya para siempre
imaginarios, los lugares que yo frecuentaba clandestinamente cuando tú vivías,
papá, distraído y ajeno a mis travesuras.
[…]
Hoy,
cuando te escribo esta larga carta, y no es pura coincidencia, se cumple el
centenario de tu nacimiento. Y yo lo conmemoro así, hablando contigo a solas,
libre y responsable de la fiebre de semejante acto.
[…]
Voy
a acabar la única carta que te he escrito en toda mi vida. Has de saber que
desde hace muchos años vivo en el extranjero. Después de vivir en París un
largo tiempo, me trasladé a Amiens, y aquí estoy. Hoy mismo cumplo sesenta y un
años y ¡a Dios gracias!, mi estado de salud es bueno y me permite trabajar,
amar y viajar. Vivo retirado y rehúso la fama. Puedo repetirte aquello que
escribí en mi diario una vez en Madrid, en 1952: «… tengo impaciencia por trabajar. Y no
me gusta perder el tiempo. Si estuviera en Cádiz, tengo la playa. Y en ese terreno se puede perder el tiempo
junto a la inmensidad del mar. Soy un hombre de arena, y de olas, y de caminos
amplios. Las calles de Madrid están llenas de automóviles, ómnibus y tranvías.
Esto me desconcierta. Camino por las calles pensando vagamente. Sin yo saberlo,
pienso en el mar… ¡Oh, playa de Cádiz, testigo arenoso de mi soledad
metafísica!...». Frente a mi casa, hay un bosque y soy feliz. Un beso.
Carlos Edmundo de Ory
(Amiens, 27 de abril de 1984)
Texto completo: http://es.scribd.com/my_document_collections/3485229
Exposición de textos visuales en memoria de C. E. de Ory:
Exposición de textos visuales en memoria de C. E. de Ory:
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