martes, 20 de septiembre de 2011

AL COMBATE DE TRAFALGAR, por Manuel José Quintana


Vista del faro de Trafalgar desde la playa, entre el palmar y zahora, Begoña Romero Frade, 2009.
Sobre Manuel José Quintana, http://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Jos%C3%A9_Quintana
Sobre la batalla de Trafalgar, http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Trafalgar


No da con fácil mano
el destino a los héroes y naciones
gloria y poder: la triunfadora Roma,
aquélla a cuyo imperio
se rindió en silenciosa servidumbre
obediente y postrado un hemisferio,
¡cuántas veces gimió rota y vencida
antes de alzarse a tan excelsa cumbre!
Vedla ante Aníbal sostenerse apenas
sangre itálica inunda las arenas
del Tresin, Trebia y Trasimeno ondoso;
y las madres romanas,
como infausto cometa y espantoso,
ven acercarse al vencedor de Canas.
¿Quién le arrojó de allí? ¿Quién hacia el solio
que Dido fundó un tiempo, sacudía
la nube que amagaba al Capitolio?
¿Quién con funesto estrago
en los campos de Zama el cetro rompe
con que leyes dio al mar la gran Cartago?
La constancia: ella sola es el escudo
donde el cuchillo agudo
la adversidad embota; ella convierte
en deleite el dolor, la ruina en gloria;
ella fija el dudoso torbellino
de la fortuna, y manda la victoria
para el pueblo magnánimo: no hay suerte.
¡Oh España! ¡Oh patria! El luto que te cubre
muestre en tan grave afán tu amarga pena;
pero espera también, y con sublime
frente, de vil abatimiento ajena,
la alta Gades contempla y sus murallas
besadas por las olas,
que asombradas aún y enrojecidas
tiéndense allí por las sonantes playas,
cantando las hazañas españolas.
Se alzó el bretón en el soberbio alcázar
que corona su indómito navío,
y ufano con su g1oria y poderío,
«Allí están, exclamó; volved los ojos,
compañeros, al1í: nuevos despojos
va vuestra invicta mano
ya a conseguir en los endebles pinos
que España apresta a su defensa en vano.
Libre de esclavitud no sea ninguno:
hijos somos nosotros de Neptuno,
¿y ellos osan surcar el Océano?
Acordaos de Abukir: sólo un momento
¡Llegar, vencer y devorarlo sea!
Dadme este triunfo, y de laurel ceñido
que el opulento Támesis me vea.»
Dijo; y tiende la vela: ellos le siguen
abriendo el mar con sus nadantes proras
del viento y de las ondas vencedoras;
mientras que firme el español los mira,
y despreciando su arrogancia fiera,
el noble pecho palpitando en ira,
con impávida frente los espera,
¡Ira justa! ¡Ardor santo! Esos crueles,
bajo las alas de la paz seguros.
Son los que nuestra sangre derramaron
por vil codicia, a la amistad perjuros;
esos los que a perpetua tiranía
condenaron el mar, los que hermanaron
del poder la insolencia y la soberbia
con la rapacidad y alevosía;
esos... La noche con su negro manto
envuelve el mundo: sombras espantosas
en torno de los mástiles vagando,
estragos, muerte anuncian, y acrecientan
la pavorosa espectación; el día
abre el campo al furor, y horrendo Marte
con clamores de guerra hinche la esfera
y levanta en los aires su estandarte.
Responde a esta señal el hueco bronce,
con mortal estampido el eco truena,
y por el mar llevándose bramando,
hasta en las costas de África resuena.
Vuelan, movidas de rencor, las naves
con naves a encontrar: menos violentas
despide el polo austral sierras de hielo,
que con su mole inmensa y resonante
por las fáciles ondas se deslizan,
y al audaz navegante atemorizan
ni con estruendo igual turban el cielo
las negras tempestades,
cuando por Bóreas y Euro embravecidas,
a su furiosa guerra y duro encuentro
hacen del orbe estremecerse el centro.
Tres veces fiero el insular se avanza,
creyendo en su pujanza
romper de nuestra escuadra el fuerte muro;
tres veces rechazado
por el hispano esfuerzo, ya dudosa
ve la victoria que esperó seguro.
¿Quién su despecho pintará y su saña
cuando aquel pabellón, antes tan fiero,
miró invencible al pabellón de España?
No hay saber, no hay valor, solo ya fía
su fortuna al poder: dobla sus naves
y las redobla, en desigual pelea,
de popa a proa, en uno y otro lado
cada español navío
de mil rayos y mil es contrastado;
y él, con igual aliento
que recibe la muerte, así la envía.
No: si cien voces yo, si lenguas ciento
me diese el cielo, a numerar bastara
las ínclitas hazañas de aquel día:
el humo al sol se las robaba entonces;
pero la fama las dirá en su trompa,
las artes en sus mármoles y bronces.
Llega el momento en fin, tiende la muerte
su mano horrible y pálida, y señala
víctimas grandes: el valiente Alcedo,
Castaños, Móyua, intrépidos perecen
vosotros dos también, honor eterno
de Bética y Guipúzcoa(2)... ¡Ah, si el destino
supiese perdonar! ¿Cómo a aplacarte
la oliva no bastó que unió Minerva
a los lauros de Marte en vuestra frente?
¿Qué a vuestra ilustre indagadora mente
pudo ocultar el mundo o las estrellas?
De vuestras sabias huellas
llenos están de América los mares,
las Cícladas lo están; viuda la patria
de tantos héroes que enlutada llora,
pide a su corazón lágrimas nuevas
que a vuestro acerbo fin derrame ahora.
¡Ah! ¡Vivierais los dos! Y en vez de llanto,
del dolorido canto
que mi fúnebre acento hoyos consagra,
pudiera yo contraponer el pecho
al golpe atroz y recibir la herida.
Diera a la patria así mi inútil vida,
¡Y vivierais los dos! Y ella orgullosa
con vuestra luz y espíritu valiente,
al arduo porvenir hiciera frente,
de rayos coronado y victoriosa.
No, empero, sin venganza y sin estrago,
generoso escuadrón, allí caíste
también brotando a ríos
la sangre inglesa inunda sus navíos;
también Albión pasmada
los montes de cadáveres contempla,
horrendo peso a su soberbia armada;
también Nelson allí... Terrible sombra,
no esperes, no, cuando mi voz te nombra,
que vil insulte a tu postrer suspiro:
inglés te aborrecí, y héroe te admiro.
¡Oh golpe! ¡Oh suerte! El Támesis aguarda
de las naves cautivas
el confuso tropel, y ya en idea
goza el aplauso y los sonoros vivas
que al vencedor se dan. ¡Oh suerte! El puerto
solo le verá entrar pálido y yerto:
ejemplo grande a la arrogancia humana,
digno holocausto a la aflicción hispana
así el furor de Marte
impele el brazo de la parca, y siega
vidas sin fin: lanzado por la rabia
cunde el fuego voraz, las tablas arden,
un volcán encendido
es cada bosque, por los aires vagos
se alza y retumba el hórrido estallido,
y los sepulta el mar. ¿Hay más estragos?
Sí; que el cielo, ominoso a tal porfía,
manda a los aquilones inclementes
separar los feroces combatientes
y en borrascosa noche hundir el día.
Lo manda; ellos crueles,
azotando las ondas con sus alas,
se arrojan a los míseros bajeles.
Al nuevo asalto, al sin igual combate
fallece el árbol trémulo y se abate;
hiéndese la armazón, el Océano
por el roto entrepuente entra bramando;
y moribundo el español exclama:
«¡Ah! Pereciese yo, pero lidiando.»
En tan atroz conflicto
allá en las nubes la gloriosa frente
asomaban los fuertes campeones
que armados del tridente y del acero
al pabellón ibero
hicieron humillarse las naciones.
Lauria y Tovar se vían,
Avilés y Bazán, que, saludando
a los héroes de Hesperia que morían,
«Venid entre nosotros, les decían;
venid entre los bravos que imitasteis.
Ya el premio hermoso del valor ganasteis
ya a vuestro ejemplo de constancia armada,
España, concitando sus guerreros,
magnánima se apresta a nuevas lides.
Volved la vista a la ciudad de Alcides,
Gravina, Escaño, y Álava, y Cisneros,
y otros ciento allí están, firme columna,
dulce esperanza a nuestro patrio suelo.
Venid, volad al cielo,
y sed astros de esfuerzo y de fortuna.»
                                                                             (1805)

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Manuel José Quintana (1772-1857), "Al combate de Trafalgar", Poesías patrióticas (1808) ,

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