domingo, 7 de agosto de 2011

Cádiz: un instante en la novela DIENTES DE LECHE (2008), de Ignacio Martínez de Pisón

El buque "Domine" atracado en el muelle de Cádiz
Este buque, de la Cia. Trasmediterránea, llevó provisionalmente el nombre de "Stelvio Domine" durante la guerra civil, navegando temporalmente bajo bandera alemana. http://www.trasmeships.es/9.html

Raffaele no era fascista en Italia. Tampoco antifascista, claro. Raffaele sólo era pobre, y sólo por sacar de la pobreza a su mujer y a su hija había aceptado marchar a hacer la guerra en un país extranjero. En el barco, el Stelvio Domine, conoció a bastantes que eran como él, y todos se enseñaban con orgullo las fotos de la prole que habían dejado en el pueblo. Entre aquellos soldados eran pocos (y siempre los más jóvenes) quienes se habían alistado por servir al Duce y extender los ideales del Fascio. También había quienes iban engañados: les habían asegurado que los enviaban a Abisinia, un destino tranquilo, y ahora descubrían que los llevaban a una guerra. La última parte de la travesía la hicieron de noche y con todas las luces apagadas, y los hombres se apiñaban en el sollado y escrutaban ansiosos la oscuridad. Viajaban vestidos de paisano. Cuando se disponían a desembarcar les insistieron en que todavía no debían ponerse el uniforme. Aquello era Cádiz. Aquello era Cádiz pero podía ser cualquier sitio, y de todos modos qué importaba. Luego el teniente se puso a gritar, y los hombres cargaban con sus petates y buscaban a ciegas el camino hacia la pasarela. Un soldado tropezó y arrastró a otro en su caída. Se oyeron risotadas y blasfemias, y el teniente volvió a apremiarles con sus gritos. ¿Por qué esas prisas? Raffaele pensó que en las guerras no importaban los porqués: en las guerras las cosas se hacían porque sí.

            Ya de uniforme, los tuvieron varias horas esperando en el puerto antes de montar en unos camiones con el suelo cubierto de paja pisoteada. El convoy avanzaba despacio. Cuando atravesaban algún pueblo, siempre había gente que les saludaba y aplaudía. Los más guasones correspondían mandando besos a las mujeres, fueran éstas jóvenes o viejas. Los paisajes que veían desde la carretera no eran muy distintos de los que habían dejado en su tierra, y eso les ponía de buen humor. Los soldados tendían a agruparse por sus lugares de procedencia: los napolitanos con napolitanos, los sicilianos con sicilianos. Ni en el barco en el caminón encontró Raffaele a nadie que fuera de la Toscana.

                        (...)

            Había muchas cosas que Raffaele no entendía del comportamiento de los españoles, tan semejantes a los italianos en algunos aspectos y tan distintos en otros. A veces les daba por insultarse de unas trincheras a otras. Casi siempre recurrían a rimas elementales. Desde la trinchera de enfrente alguien gritaba ¡fascistillas, os vamos a hacer papilla!, y en la suya se levantaba una voz que contestaba ¡marranos republicanos! Y a eso seguían, en uno y otro lado, unas carcajadas demasiado ruidosas. En otras ocasiones, para desmoralizar al enemigo, se reunían dos o tres soldados y le cantaban canciones, y los otros no tardaban en replicar. En una trinchera cantaban A las barricadas o La Internacional y en la otra el Cara al sol o el himno de la Legión, y al cabo de un rato tanto unos como otros se quedaban sin repertorio y acababan cantando entre todos alguna canción de la época en la que los españoles vivían juntos  y en paz. Si cantaban Suspiros de España, luego discutían a voces sobre quiénes eran más españoles: si los rojos, ayudados por los soviéticos, o los nacionales, apoyados por italianos y alemanes. Si cantaban Valencia o cualquier canto regional, enseguida había alguno que preguntaba por sus posibles paisanos: ¿alguien de Segorbe?, ¿y de Pozoblanco?, ¿y de Baza...? De vez en cuando algún soldado localizaba en las líneas enemigas a uno que en su vida civil había sido amigo de algún amigo común o algún pariente, y entonces las preguntas no cesaban: ¿qué sabía del Joaquín y la Remedios?, ¿y de su hermana Encarnita?, ¡ésa sí que era buena moza...! Como con frecuencia las posiciones se mantenían estables durante semanas, esas conversaciones se repetían día tras día y a ellas  se sumaban otros que en realidad nada tenían que ver con esos pueblos y esas gentes. Y era inevitable que acabaran concertando una cita para intercambiar mensajes e impresiones.

            A la hora acordada se hacían señales con los pañuelos, y de cada lado salían tres hombres, que acudían a reunirse en una vaguada situada en tierra de nadie. No era ésa la idea que Raffaele tenía de las guerras, y des su trinchera los veía sentarse junto a un olivo y encenderse unos a otros los cigarrillos. Permanecían allí cerca de una hora. Durante ese tiempo, seguramente hablaban más de sus pueblos y familias, de sus mujeres y novias, que del desarrollo de la contienda. Luego se producía el intercambio de objetos 8cartas, periódicos, una botella de aguardiente o de anís), y alguien disparaba un tiro al aire desde alguna de las trincheras: era la señal que se había convenido para dar por terminado el encuentro. Entonces los enviados se despedían amistosamente y regresaban a sus posiciones, y varios soldados, desentendiéndose de todo, abandonaban sus parapetos para salir a recibir a los compañeros y ser los primeros en conocer las novedades, en hojear los periódicos del otro bando, en averiguar si había o no alguna carta o mensaje para ellos. Durante esos minutos habría sido fácil acabar con unos cuantos enemigos, pero nadie, ni de un lado ni del otro, osaba disparar.

            Raffaele no acababa de entender a los españoles, que tan pronto estaban intercambiando botellas de licor como matándose entre ellos. Matándose, además, con un ensañamiento del que sólo ellos parecían capaces.

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                              Ignacio Martínez de Pisón, Dientes de leche, Barcelona, Seix Barral, 2008, págs. 35-36 y 42-44.

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