Hombres antaño hubo. Bajo este mismo sol,
bajo su mirada ardiente.
Fabricaban con múrices,
sangre viva, la púrpura. Las ánforas del vino.
Y cobres. Y otras platas
para el milagro.
Ríos donde peces, el sábalo,
desovaban gigantes alacenas. Sal nítida
de las ubres del agua. Tantas redes. Y brazos
que pulían trirremes junto al istmo. Y el duro
dios Heracles, hoy manso eral mugiendo, estéril
ya su voz.
Oh, qué ha sido.
Ya no potros salvajes, sino sólo el consuelo
de los asnos. La ruta de la oveja, triscando
los ramones y el zumo del nopal. Estas bellas
barbas del jaramago. Viviendo la amnistía
de la pobreza.
Arcas donde el lentisco puso
color de aceite, aroma insostenible, cirros
de desventura.
Antaño
el ave destrozaba sus alas en la luz.
Era dueña del aire. Propietaria del lento
germinar de la vida. Hesperia, tierra pródiga,
regalaba sus dones. Reparto equitativo
dado al acebuchal. Agrestes paraísos
del drago, allí fraterno de la costa. Pinares
que surtían de gracia
al astillero. El mundo que flotaba en los fardos
hacia aquella península. Voz de la salazón.
El bello cabrahígo
despertando la sierra con perfumes domésticos.
Y la carga del sílice, que en vidrio se tornaba.
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Ángel García López, Auto de fe (1979), X, Obra poética, Ed. Felipe Benítez Reyes, Cádiz, Diputación, 2009, vol. I, pág. 301.
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