martes, 2 de noviembre de 2010

EL FANAL HIALINO, por Andrés Trapiello

EL FANAL HIALINO, por Andrés Trapiello



Fotografía: La aguja dorada, Julio González, 2010.
Torre de la Casa Pemán, en la Plaza de San Antonio, nº 3.

SALIMOS a dar nuestro primer paseo por la ciudad. Lo que recordábamos de ella era nada con lo que en realidad es. Es una ciudad preciosa, recogida. Uno entiende ahora lo que significa esa expresión de ser el sueño de una noche de verano. Porque eso es Cádiz.
En el capítulo de las ciudades vendría a ser lo que una sonata de piano por comparación a otras ciudades sinfónicas. Todo lo dieciochesco está vivo, sigue vivísimo en las rejas, en el crepúsculo deshaciéndose sobre los tejados como caramelo fundido, bañándolos por fuera, vidriándolos, en el sol ocultándose en el mar con su dorada incandescencia. A quien se le ocurrió llamarle tacita de plata sabía de lo que estaba hablando. Y tan andadera, tan llana, con esa claridad, a la hora en que nosotros la abordamos, que era de un azul purísimo en su impureza, porque era casi negro, a punto de anochecerse, pero sin perder un átomo de luz, un átomo de blancura. Es, qué duda cabe, lo que hubiera sido Parma, si Parma estuviese en Andalucía.

HEMOS paseado durante cuatro horas seguidas por el centro antiguo, nosotros tres solos, porque R., desde muy temprano, desapareció tras su amiga.
Cosa muy rara: no vimos ni una sola librería. Seguramente son tan felices viviendo aquí que no necesitan leer. Como en Venecia. En Venecia hasta hace unos años, hasta que pusieron allí una universidad, tampoco había librerías. Desde luego de viejo no hay ninguna. Debe ser maravilloso vivir en una ciudad sin librerías, sin novedades, sin libreros resentidos que montan sus escaparates como si fuesen al mismo tiempo el crítico, el director de un suplemento literario y el catedrático de literatura. Aquí el efecto sedativo del mar es evidente. No precisan de la literaterapia ni imaginarse que son otros diferentes de los que son. Se conforman con lo que son. Se van temprano a los baluartes con una larga caña y se ponen a pescar. Los que no son tan activos se van sin caña, y observan a los primeros. Nunca pica nada, pero allí están, frente al Atlántico, meditando sobre sus vidas, como el estoico Marco Aurelio en los sombríos bosques de la Germania, como Izaak Walton en alguno de los ríos de su verde Inglaterra. Anduvimos por allí más de media hora para confirmar el hecho de la pesca. Ninguno de los cuarenta o cincuenta lancistas sacó nada. Creo que ni siquiera le ponen cebo a los anzuelos, y el lado mueve de un lado a otro el sedal. Preguntamos a uno. Nos dijo que les habían dicho que había entrado un banco de doradas. ¿Doradas en el Atlántico? Debía de ser un jubilado valenciano. Pero para nuestra felicidad nos daba lo mismo que pescaran o no. Allí estaban ellos componiendo una estampa preciosa. El viento azotaba con furia los penachos de las palmeras y el cielo tan azul se purificaba en contacto con las banderas españolas de la Comandancia, zarandeadas a todo trapo.

Nosotros metíamos dentro el aire sobre todo por las vías respiratorias superiores, con el fin de hacer una provisión de salitre en los pelos de las narices, para que cuando nos marchemos de aquí nos dure unos días más ese olor a algas y a la brea con que calafatean las goletas. Ya no hay goletas en Cádiz desde que Galdós escribió su Episodio nacional, pero aquí sigue oliendo a brea, no se nos diga cómo.
DESDE la ventana del hotel se ven pasar barcos a todas horas. Unos hacen la travesía de Rota, como modestos ferrys. Pero otros, petroleros de imponente majestad, van mucho más lejos. Hacen sonar de vez en cuando las sirenas, que retumban como un túnel ronco y sombrío. Ese sonido cuando nos alcanza llega ya sin fuerza, como las olas, pero por esa razón es aún más poético, puro lirismo.


Andrés Trapiello, El fanal hialino.
Valencia, Editorial Pre-Textos, 2002, págs. 502-504.

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