Lonja de pescado de Cádiz, Javi Monty, 2010.
Ahora es invierno. El ronco
grito del suroeste, el vendaval sombrío,
turbarán pronto tu letargo al sol
y doblarán aullando, en la noche ominosa,
la húmeda soledad de tus esquinas últimas
mientras el más infatigable
de tus enamorados, el impaciente mar,
te asalta con tonantes abrazos que consumen
tu cintura morena, tus piernas sumergidas,
y cubre de un amargo chaparrón tus ventanas
y aterra al niño y estremece, bajo
las oscilantes lámparas batidas de aguacero,
a los hombres insomnes
que briegan con la nieve, las espinas, el ácido,
en la lonja de la pescadería
junto al gemido de los cables
y el cabeceo asustado de la flota.
También, también allí, madre cambiante,
entre las cajas y la ventolera,
con tragos largos de coñac y escamas,
alta noche, hermandad
del trabajo y la prisa y el esfuerzo
−“¡se pierde el tren y lo perdemos todos!”−
cimentaste mi vida y mi palabra, ciudad,
me acrecentaste hasta un tamaño
que acaso nunca tuve y que perdura
de algún modo en quien soy.
(Así, gracias también por esa fuerza,
por todo aquel dolor con alegría,
por esas noches y esos temporales
del cielo o de la carne, con que
supiste hacerme conocer el mundo,
entenderme a mí más, amarlo todo.)
Y luego vendrán días de medio sol
estriando la bahía y el mar abierto, días
de nubes sin querer, días fríos y claros
bañados en una quieta luz de fanal
de siglo diecinueve
con que pareces recordar tu ayer
vecino
y que oprimen los ojos con un peso
tierno y ligero, de daguerrotipo
con fragatas, y cae
la tarde agonizando en luz sobre los brotes
primeros de tus parques y parece
posible todo, todo detenido.
Llega después – y “nadie
sabe cómo ha sido”− un toque,
una punzada
aguda y honda
que llena de inquietud secretamente
al mundo,
que aviva a las mujeres más cansadas
entre canastas y apagados rezos.
Siempre el aire marino, entonces, cumple lo que promete:
primavera. Ya abril
desangra sus ponientes en la Caleta y huye y renace el día
encendiendo los hondos jardines silenciosos
de actinias y medusas al sol tibio,
como los de la tierra,
y una luz glauca y dulce
baja de nuevo a través
de mil generaciones,
de los bloques del tiempo indescifrable,
de miles de estaciones, hasta tus sumergidos
templos, tus capiteles acallados
por universos de agua y sal,
alfarerías romanas, galeras diluidas,
a las que aún estremecen las corrientes profundas,
los vastos temporales oceánicos
llegados del invierno y de la niebla.
Sí, esa dulce luz que reaviva tus calles paredañas
a la azul piel del mar, y a tus hijos alegra,
enciende vagamente también
ánforas decaídas, narraciones del fondo,
derrumbes de la historia y las mareas, baja a desfiladeros y a columnas
de mármoles inmóviles,
ilumina el merodear de la morena y el ciego paso del centollo
por la cuna de piedra entre albas negras
que una madre acunó hace tres mil lunas...
_______________________________________________
Fernando Quiñones (1930-1998), “A Cádiz”, Diario de Cádiz, 5 de abril de 1964, p. 9
No hay comentarios:
Publicar un comentario