domingo, 26 de diciembre de 2010

CÁDIZ Y SU MAR, por Fernando Quiñones

Paseo Fernando Quiñones

CÁDIZ Y SU MAR

                                                 Recordaré una gota al menos
                                                       de su mar, la diré.
 
                                                     Selomó Ibn Gabirol, hispanojudío y medieval

La celebración en Cádiz de una semana del Mar me dispara, al momento, una afirmación y una pregunta. La afirmación es lógica; la pregunta, ecológica. La primera la hemos sentido todos: pocas ciudades, y desde luego ninguna española, en la que tantísimas justificación y razón de ser puedan tener una Semana –o, anda, hasta un mes− dedicada al Mar. Porque el mar (y además el “Mar Máximo”, el Océano, no esa jarrita de agua saturada de culturas en que el Mediterráneo consiste) es el padre y la madre de Cádiz, le escribe su Historia, protagoniza sus auges y caídas, diseña su cara (“¡inconfundible y tan descuidada!” como me comentaba hace unos días el diplomático checoslovaco Jiri Kadlec), la crea y la posee en un largo, pagano, sagrado abrazo que nunca habrá de interrumpirse, la hace y la deshace. Pero ahora vamos con la pregunta, una pregunta que muchos tememos tela del telón: ¿llegarán a convertirse esta bahía y este mar de Cádiz en un puerco charco industrial devorado de grasas, podrido de basuras, sin vida natural? Espero que no, pero el camino que llevamos es como para no tranquilizar a nadie. A ver si levantamos cabeza y resolvemos nuestros problemas ciudadanos más gordos, para meterle mano a ese otro problemón que es el cuidado de la ciudad y de su mar, de conservar cuanto aquí vale la pena, de que Cádiz, sus aguas y su casco clásico, sigan siendo los “inconfundibles” que fueron y deben seguir siendo (el asunto urbanístico no es ya el mismo de Puertas para afuera; Puerta Tierra siempre me pareció, junto al casco, histórica y estéticamente hablando, una cigala de plástico junto a una de verdad).
          Y si no nos ocupamos de eso, ¿qué puñetas van a decir los viejos dioses de Cádiz gentiles o cristianos, desde Melkart a la del Caminito, o los escritores que tanta rosa le llevan echada a nuestra ciudad y a su querido reconocido y legítimo, del que nació y con el que vive “arrejuntá” desde hace treinta y más siglos, el Atlántico, “el más grande y más fuerte de los amantes”?

Una gota al menos


          Así a vuelamáquina, y dejando aparte a la Antigüedad marmórea (un Plinio, un Marcial, un Avieno, un Filóstrato, quien, nos cuenta Frazer en La rama dorada, asoció con Cádiz aquel raro asunto de que ningún enfermo muere durante la pleamar), ya durante un momento en que Cádiz no es nada, en la Alta Edad Media, nos damos de manos a boca con ese “moro”, Al-Qadisi (o sea: “El Gaditano”), antipática persona y mediocre poeta al decir de sus comentaristas pero que, de todos modos, supo tasar en su belleza el mar de su y nuestra ciudad, la empobrecida Qadis del largo período árabe, poco más de una aldea de pescadores pero, eso sí, atestada de hermosura, de un mar rebosante en peces, y vestido y calzado con los restos grandiosos de la Edad Antigua: el Anfiteatro romano de La Caleta, visible aún en el siglo XVI; el Acueducto portador, desde Tempul, del agua provincial, con sus colectores junto a las Puertas; las largas patas y segmentos, como las de un gigantesco insecto roto y detenido, del Teatro mandado a construir para la ciudad por Balbo, el administrador y brazo derecho de Julio César.
          Cádiz y los escritores a lo largo del tiempo... Muy sobadito está ya aquello del García-Sanchiz, “el pañuelo que dice adiós a los navegantes”, o la pemantina ocurrencia de la “señorita del mar”, “novia del aire”, cuando don José María le tiene hechas a la ciudad, a su encanto y a su decadencia, cosas bastante mejores. A ver si me acuerdo de la de aquel gitano de Cádiz que no quería, caso de tener que palmarla, que lo sepultaran tumbado, como a todo quisque, y le dejó dicho a su madre que lo enterraran de pie:

Cádiz, morenillo claro,
gitano de tierras bajas,
calderero de los oros
viejos del atardecer,
¡con qué gracia tú también,
terco de tiempos mejores,
te tienes, muerto, de pie!

          Pero hay mucho repliegue secreto en la secular relación de Cádiz y su mar con la literatura. Acordarse de Lord Byron o de Swinburne, de Dumas, Lantery, De Amicis o Gautier, no es tan difícil, pero ¿se sabe, por ejemplo, que uno de los grandes poetas de la lengua inglesa, viene en la flota del señor de Essex y asiste en 1596 a la toma y ruina de la ciudad? Es John Donne, nada menos, un chaval entonces. ¿Se sabe bien que han escrito sobre Cádiz, y no diez o doce renglones, personajes tan dispares y distanciados como Trotsky o el argentino Roberto Arlt, Ciro Bayo, Amós Escalante? Lo que es a Neruda le cogió un mal día. En su también poco o nada conocida “Elegía a Cádiz”, bien larguita, por cierto, “bien despachá”, nos presenta un desolado Cádiz que parece más bien Cork (Irlanda) o incluso Anchorage (Alaska). Claro que cuando el fabuloso chileno pasó por aquí –años cuarenta, creo, en una breve escala portuaria− no estaba el horno para bollos, y que además debió tropezarse con uno de esos pocos días aventarronados y grisáceos que a veces nos trae el Norte. Y se le siente muy solo en el poema; se confunde en él su tristeza y la del Cádiz de aquel día sin sol; la imagen gaditana que nos da es sombría, la de la cuesta abajo (hoy, más abajo que nunca) del Cádiz que fue perla de los mares. Ve Pablo Neruda el viento de tormenta en las torres y las balaustradas marinas, una bandada de papeles arrastrados por las calles, cayendo sin destino al agua... Pero en cambio, y en su poema a Rafael Alberti de años antes, Neruda dice una cosa que me hace un montón de gracia, al imaginarse –sin conocerlas− nuestras costas y playas...

...donde aceitunas y sardinas
disputan las arenas...

Siempre me divirtió esa salida nerudiano-gaditana, que estrecha en singular, surrealista batalla a la agricultura oleícola andaluza y al pescado azul, tan abundantes ambos que no hay sitio para los dos en las playas de por aquí...

Clásicos de ayer y hoy


          Lope de Vega en su “Barquilla” o con el lindo “A Silvia”:

Del mar de Cádiz, conchas en su falda...

          Y Cervantes con su único, espléndido endecasílabo a la perrería que nos hizo el cabrón del Essex:

El mar, también vencido, gaditano...

          Están en la memoria de la Literatura Española y de muchos gaditanos del pasado y del presente. Menos lo están algunos afortunados versos de firmas casi anónimas, como la de Vicente Carrasco, médico y poeta de Cádiz huido a y establecido en Valencia a raíz de la guerra, cuyo rabo de cuarenta años estábamos empezando a desollar. A ver si no es bonito esto de Carrasco:

Nunca estuvo el mar de Cádiz
tan solo en su cumpleaños

          Pero los degustadores de los grandes mariscos literarios sobre Cádiz tampoco podemos olvidar ciertas páginas de Pérez Galdós o aquellas, casi iniciales, de Las inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja. Me juego un dedo, o uno de los peliculones con problemas de llegada que nos quedan en “Alcances 78”, a favor de la idea de que don Pío paró en una de esas pensiones aún supervivientes de la calle Flamencos, hoy rotulada Comandante no-sé-quién, y por suerte, en su primer cachito de Nueva a la Avenida Aurelio (Sellé Nondedeu, por supuesto, el mayor portador de la antorcha cantaora, en nuestro siglo, del XIX y de la Edad de Oro gaditana y mellicera del Flamenco; a sus costados, como acólitos, Manolo Vargas y el inefable Pericón). Ni hay que echar en saco roto esas líneas en las que el Nobel andaluz Juan Ramón Jiménez, de paseo de nuestra ciudad, elogia los frescos marinos del aire gaditano y recoge Cádiz entero, como una miniatura maravillosa, reflejado en un gemelo del puño de su camisa.
          A Alberti, claro que es otro de los que hay que echarle de comer aparte en este rollo de Cádiz y la Literatura. El tío Rafael se abre de capa a la poesía con las exquisitas verónicas de Marinero en tierra, donde Cádiz es una continua presencia, y llamada, desde su Puerto de Santa María...

Aquellas torres tan altas
no sé si torres de iglesia
son, o torres de navío,

y que, ya por otro cante, vuelve a nuestra mar en los lujos entre gongorinos y vanguardistas de Cal y Canto. He aquí por ejemplo, de ese libro, su visión de la bahía gaditana; daré sólo el arranque del poema y esperando no equivocarme porque todo está yendo aquí de memoria y a la bulla:

Oso de plata comba y luz, ciudades
pisa con sueño y siente en sus riñones
el zarpazo del mar y las edades,

los cuernos de la luna marinera
el adiós de los altos grimpolones
y el buey tumbado al sol en la ribera

Caracolea el mar y entran los ríos,
empapados de toros y pinares,
embistiendo a las barcas y navíos...,

etcétera. “Qué bestia” el Rafael, ¿no?... Pero ahí no para la cosa, ni su calidad ni su cantidad: Cádiz y su mar encontrarán luego cien reflejos en la prosa tersa de su Arboleda perdida, en “Tirteo”, en Retornos de lo vivo lejano, en ese homenaje a Cádiz que desde Buenos Aires y en su tercer milenio “dedica un hijo fiel de su bahía”: la Ora Marítima, qué lindo el joío libro, con tramos tales como el de Telethusa la bailarina gaditano-romana, ligona de emperadores, o el para mí cachondísimo de Jonás y la ballena, o la dramática y resignada –aunque al final no− “Canción de los pescadores pobres de Cádiz”. O cuando en “Cuba dentro de un piano” evoca Rafael a su madre joven, en un tiempo en que...

Cádiz se adormecía entre fandangos y
habaneras

          O la feliz arenguilla a nuestra ciudad para que se sacuda la base norteamericana de Rota. O cuando le nació en la Argentina su hija Aitana, que es un bombón por dentro y por fuera y que acaba de hacérnoslo abuelo. Rafael pide entonces:

¡Acúnamela tú, madre mar gaditana!

          Que sí: la gaditanitis literaria de Alberti es permanente, aguda, de cuarenta de fiebre para arriba y sólo comparable a la de aquel modesto exiliado gaditano que conocí en México y que en uno de sus raptos de añoranza de nuestra ciudad... Lo contaré un poco más despacio. El hombre tenía un perrillo insignificante; iba uno, con él y con otros españoles, de paseo por el Parque de Chapultepec, y nuestro gaditano llamaba a su perro, tan humilde como él, con un nombre muy raro: “Plaza”.
          −Ven acá, “Plaza”...
          −Toma, “Plaza”...
          La curiosidad me picó.
          −¿Y eso de haberle puesto “Plaza”?
          −Es que entero es muy largo –me dijo−. Se llama Plaza San Juan de Dios.

Colofón


          Bueno, que esta Semana del Mar en Cádiz, que tan bien le hubiera caído al historiador Ramón Solís, sea la primera pero no la última.
          Y, con todo respeto, ¿por qué no dejarla para agosto de los años venideros? Quedaría así cubierto nuestro verano enterito, los dos meses grandes. “Alcances” seguiría programándose en julio, su mes de siempre, o en gran parte de él, en cuanto a cultura y espectáculos en nuestro Cádiz. Pero, en agosto, ¿qué? ¿Nada más que el Trofeo, al final? Es cosa de pensarlo. “Alcances” y Semana del Mar en julio, y nada en agosto, ¿no es como supervestir uno de nuestros dos meses importantes de verano, y dejar al otro –al mayor− en cueros vivos?
          Pero, lo dicho: la Semana del Mar es buena idea y no hay que dejarla caer. Ayudémosla a nacer, haciendo todos un poco de Nano Muñoz. No otra cosa pretende este grano de arena, que llega aquí a punto final.
                                                                                                                       
                                                                                  Cádiz, julio 1978

                                                 ___________________________________________________ 

Fernando Quiñones, “Cádiz y su mar”,
Diario de Cádiz, Suplemento dominical, 16 de julio de 1978, p. 4, 5.
Recogido en El baúl del pirata (Colaboraciones en Diario de Cádiz, 1951-1998),
Ed. de Ana Sofía Pérez-Bustamante Mourier y Cecilia Martínez Bienvenido,
Cádiz, Grupo Joly, 2006, págs. 237-244.


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