domingo, 26 de diciembre de 2010

MUELLE DE LAS EDADES, por Fernando Quiñones

Javier Bocanegra, La Caleta... Cádiz, septiembre, 2008

 
          Mucho solar noble cobija este ancho mundo y muy distraído hay que andar para no sentir dentro de nosotros, en la mayoría de ellos, la caricia, y a la vez, la mordedura del Tiempo que ni vuelve ni tropieza.
          Cierto que, en casi todos los lugares ilustres, Tiempo y Antigüedad están como en escaparate, simultáneamente defendidos y ostentados: la fortaleza danesa de Helsingör y sus contornos, entre un revuelo de gaviotas medievales, la ciudad incaica de Machupichu, oculta en las cumbres andinas hasta 1911; las murallas de Ávila o el barrio de San Mateo, en Cáceres; el griego cabo Sunyon, coronados sus recios farallones por la delicadeza clásica de mármoles y columnas; Venecia entera, la Chellah de Rabat o el añoso, vivísimo recinto de  Djemas-El-Fuah, en Marrakech, aún son esencialmente lo que fueron, sin gran mezcla de estorbos cronológicos ni evasión del presente.
          Es natural, pues, que el río de los siglos colme en ellos de golpe nuestro espíritu, y ya más raro y difícil que esa percepción y ese sentir del Tiempo puedan filtrársenos en un paraje hollado a fondo por las distintas épocas que lo marcaron, incluida la contemporánea, tal sucede en la Plaza de las tres Culturas, de la capital de Méjico, o con intensidad y agudeza especial, quizá únicas, en la Caleta de Cádiz.
          Aquella breve ensenada en plena ciudad es un compendio de veinte, acaso de treinta o más siglos de Historia de España, una compleja fusión de Naturaleza y Civilizaciones, es decir,  de eternidad. Tras su alegre, desenfadado aspecto, y a poco que cualquiera medianamente sensible se detenga y sosiegue en la Caleta gaditana, notará aproximarse y atracar al alma la más grande, misteriosa y constante de las naves: la nave del Tiempo, el fugaz, secreto paso sucesivo de los hombres y las mujeres que nos precedieron  y que allí parece intuirse hasta perderse, tras el oceánico cabrilleo del sol o de la luna, en otro ilimitado horizonte, no ya marítimo pero aún más emotivo y dramático, porque es el de los siglos. En el quehacer del historiador, Cádiz y su Caleta, como tantos otros nudos de Historia y pese a su carga de leyendas, requieren más bien un Tucídides que un Heródoto, una apasionada indagación de los hechos más que una acumulada relación de ellos. Pero el objetivo periodístico de estas notas las inclinan y de manera resumidísima a la segunda opción.
          Primitivo puerto tarteso-ibero y fenicio, cartaginés y romano, la Caleta de Cádiz conoció la soberbia de anfiteatros y edificios precristianos, cuyos deshechos basamentos aún descubre la bajamar; la trabajaron y cambiaron el mar, los milenios y los hombres. En el siglo XVI, el cronista Agustín de Horozco, que fue criado de Felipe II, la llora baldía y desierta, campo de estatuas y ruinas; el XVII y el próspero XVIII gaditanos, la amurallan y la fortifican de castillos, perdurables hoy, mientras la ciudad se convierte en una llave del Descubrimiento, la Conquista y el posterior tráfico de América, que legaría al folklore de Cádiz tanta variante antillana, rioplatense y de otras regiones del Nuevo Mundo. Vuelve a latir con el faro, en la isleta de San Sebastián, la luz que, según numerosos historiadores, ya brillaba allí desde la noche de los tiempos, y el siglo pasado torna a poner en órbita urbana el lugar, cuyos invariables pescadores alternan desde entonces con bañistas y paseantes atraídos  por una instalación más romántica que lucrativa: el “Balneario de la Palma y del Real”. Nuestros días, en fin, asoman a la Caleta alguna construcción de buen corte moderno, y la actividad de cierta democrática asociación la entona como centro deportivo náutico e incluso como punto eventual de celebraciones culturales, junto a su permanente condición de playa popular y de puerto pesquero de bajura, adornado en las tardes estivales por el regreso de las barcas de la caballa y la lubina. Si agregamos a todo ello la pertenencia de La Caleta al castizo barrio de La Viña y a su honda tradición flamenca, sus paisajes, su pulular de mariscadores y pescadores de caña, la gallarda silueta del antiguo Hospicio y de los “ficus” gigantes que la respaldan y ambientan, nos encontraremos, sin duda, con uno de los más singulares y ensolerados puntos litorales de España, donde el Tiempo, estibado como en una bodega, tiene demasiada fuerza como para no hacerse intuir de lleno, al margen de lo que vean o no vean los ojos.
          He aquí lo más notable que el paraje puede brindar: la manera, entre solapada y directa, con que sabe hacernos llegar a los adentros el largo cóctel de Historia en que consiste, y que es espejo del Cádiz mismo y de sus significaciones, a la vez seculares y actuales. En efecto, percibir el sentimiento del Tiempo ante un monumento desnudo o un exento conjunto de edificios o de restos, limpios de otras huellas, es, ya lo dijimos, cosa muy explicable. Pero que nos penetre viendo en La Caleta un bloque “de los de pisos” y ante una cerveza y un transistor; que un mariscador amigo nos hable, como quien no quiere la cosa, de “la fábrica antigua de cántaras” y se esté refiriendo a un sumergido, inmediato deposito caletero de ánforas milenarias; que, junto al televisor del club y a  las andanzas de Kung-Fu, cerca de la langosta viva cobrada por cualquier submarinista y bajo un cartel de las Fiestas Típicas de Cádiz, yazga el corroído, vigoroso, recién sacado espectro del ancla de una trirreme; que confundamos en el mismo e instantáneo vistazo una rauda canoa de último modelo, las vetustas murallas y el sobrio, añejo perfil de los castillos de San Sebastián y Santa Catalina; que en un solo paso por la orilla, pitillo y radiocassette en mano, hunda nuestro talón bajo la arena, con el minúsculo problema del cangrejillo ermitaño que también necesita casa, partículas pétreas, metálicas o cerámicas que, gastadas y devueltas por la marea, tocaron manos y vidas de hace mil, mil quinientos, dos mil años largos, es siempre un asombro y constituye otras tantas pruebas, no menos reales por sutiles, de cuanto encierra y exhala ese grácil seno costero y ciudadano y sus inmemorables piedras, aguas, sentidos y perspectivas, trasunto del carácter mismo de la ciudad de Cádiz –el aspecto de cuyo casco clásico hay que seguir protegiendo y conservando a todo trance−, de su buen maridaje entre el ayer y el hoy, de su función sustancial en la Historia, muelle de las Edades permeable y abierto a todas las culturas y cambios, capaz de abonar la definición propuesta por Kant de la Historia (“una evolución del concepto de libertad”), y cuyos mejores espíritus, como aquellos que dictaron o abrigaron la Constitución liberal de las Cortes de 1812, han amado y aman el tipismo, la lección y el alimento de lo vernáculo, cuanto detestan el “chauvinismo” catetorro y exclusivista.

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Fernando Quiñones, “Muelle de las edades”, Diario de Cádiz, 8 de mayo de 1974, p. 5
(Procede de ABC, 6 de mayo de 1974).
Recogido en El baúl del pirata (Colaboraciones en Diario de Cádiz, 1951-1998),
Ed. de Ana Sofía Pérez-Bustamante Mourier y Cecilia Martínez Bienvenido,
Cádiz, Grupo Joly, 2006, págs. 205-208.

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