miércoles, 23 de febrero de 2011

DE PARÍS A CÁDIZ (1847), de la mano de Alejandro Dumas



Postal de Cádiz, hacia 1911. Hotel de Cádiz en la plaza de la Constitución (hoy, plaza de San Antonio)
Alexandre Dumas, padre (1802-1870), viajó por España en los años 40 del siglo XIX. Eran tiempos en que por estas tierras no eran nada queridos los franceses, pero al autor de Los tres mosqueteros su fama literaria y su carisma le abrieron todas las puertas. De París a Cádiz (1847) es un libro de viajes en forma epistolar: 44 cuartas a una señora anónima, no se sabe hasta qué punto real o mera coartada literaria. La estancia de Dumas en Cádiz se narra entreverada con mil anécdotas: la de una joven cortesana, Julia, que, enamorada de uno de los compañeros de viaje de Dumas, les sigue desde Sevilla y les complica la vida; las aventuras del joven Alejandro Dumas hijo, que pretende raptar a una joven y casarse con ella en España… Lo más interesante desde el punto de vista documental, es la visión de un par de hoteles de lujo de Cádiz, así como la impresión de “altura” que produce a un francés cosmopolita esta ciudad.
        
Dos horas de mar separan Sanlúcar de Cádiz. (…)
Finalmente, aparecieron las primeras casas de la blanca calle, que parecían surgir de la mar; no se veía aún la tierra sobre la cual se levanta la ciudad y que parecía hundida en el agua.
         Aquella blancura, destacándose sobre el doble azul del cielo y de la mar, como dijo Byron, era algo deslumbrador.
         Como nos habían prometido, hacia las cinco entramos en el puerto. Era la primera vez que un barco mantenía su palabra. Me mostré agradecido a no poder más con el Rápido.
         El puerto estaba lleno de barcos de todos los países, de todas las formas y de todos los tamaños.
         Nuestra primera mirada fue para comprobar si en medio de todos aquellos palos de barcos de vela se destacaba la chimenea de algún vapor.
         Había dos; tenemos, pues, doble coyuntura.
         Anclamos en medio del puerto.
         Al instante nos rodearon multitud de barcas. Como en todos los puertos del mundo, nos cercó una nube de solicitantes.
         Transbordamos nuestros efectos, nos despedimos de Julia y nos encaminamos a la salida.
         Nos fueron rendidos honores por los caballeros de la Aduana.
         Si los Gobiernos supiesen todo lo que pierden las más encantadoras ciudades por ser guardadas por los odiosos uniformes verdes que se encuentran en todas partes, estoy seguro que de común acuerdo abolirían gabelas y alcabalas.
         No obstante, puesto que estaban allí, juzgué oportuno utilizarles preguntándoles cuáles eran los vapores que estaban en el puerto y a qué pabellón pertenecían.
         Eran franceses y se llamaban Veloce y Acheron.
         Los dos venían de Tánger. (…)
         Ganamos las puertas de la ciudad, donde nos esperaba la verdadera Aduana; la anterior no había sido más que una escaramuza.
         Nuestro arsenal había despertado la susceptibilidad de los señores alcabaleros, que deseaban absolutamente saber a qué obedecía toda aquella cantidad de fusiles.
         En Cádiz no habían visto tanto armamento desde la toma del Trocadero.
         Nos habían dado en Sevilla la dirección de la fonda de Europa, asegurándonos que era la mejor de Cádiz. A ella nos hicimos, pues, conducir.
         Efectivamente; su aspecto, comparado con las horribles posadas de las dos Castillas, de la Mancha y de Andalucía, que ya conocíamos, era el de un verdadero palacio.
         Nos instalaron en el primer piso, en el mejor departamento del hotel. Apenas nos habíamos instalado subió un mozo a preguntarme si quería recibir al señor Vial, segundo teniente del Veloce. (…)
         Invitamos a comer al teniente Vial y aceptó con una franqueza que nos le hizo simpático; desde aquel momento comprendimos que íbamos a ser excelentes amigos.
         La comida estaba servida con un cierto aire francés que nos regocijó.
         (…)
                                                              XLII
         Tengo, ¡ay!, señora, que contarle algo muy triste, y sobre todo muy humillante.
         Acabamos de ser despedidos del Hotel de Europa por motivos de mala conducta.
         No he de decirle que debemos esta vergüenza a la pobre Julia.
         No quiero detallarle cuál es el nuevo Ulises a quien sigue la moderna sirena; pero lo cierto es que la madre no era más que un pretexto y Cádiz un recurso. (…)
         Ya le tengo explicado a usted, señora, cómo, obedeciendo a su amor, y quizá también un poco a su hambre, Julia se nos había reunido la víspera a la hora de comer y por la mañana a la hora de desayunar.
         Volvió después a la hora del almuerzo.
         Pero es preciso que sepa usted que España es un país de costumbres severas; los hoteleros, especialmente, son muy puritanos. El nuestro escandalizóse con esta triple visita y participó a Julia que no podía subir a vernos. (…)
         Hicimos comparecer al hotelero y le dirigimos una larga amonestación acerca del respeto debido a las mujeres. Creíamos que el pícaro se disculparía.
         Pero fue todo lo contrario; reclamó para sí toda la responsabilidad, declarando que lo que había hecho era indispensable para mantener el buen nombre de su hotel.
         Yo pedí majestuosamente la nota.
         El hotelero nos la presentó con un aire majestuoso idéntico al nuestro.
         Fue no pequeña fortuna que el digno hotelero fuese tan susceptible en punto al honor de su casa. En veinticuatro horas de estancia en el hotel la nota se elevaba ya a doscientos cincuenta francos. (…)
         Prorrumpimos en exclamaciones de asombro. (…)
         Es preciso declarar que los hoteleros españoles no conocen lo que nosotros llamamos tan sensatamente adición.
         Los hoteleros españoles presentan una cifra total y eso les basta. Como al Cid, hay que creerlos bajo su palabra.
         Desgraciadamente, nosotros éramos menos ricos que aquellos judíos de Burgos que prestaron a Don Rodrigo; encargamos, por tanto, a nuestro economista Maquet que negociase con el hotelero del Europa.
         Maquet regateó cincuenta francos sobre el total.
         Después de esto, como era ya demasiado tarde para procurarnos ayudantes, procedimos por nosotros mismos a cuidar de nuestro traslado.
         ¿Nos imagina usted, señora, desfilando por las calles de Cádiz, cada uno con sus bártulos en la mano, ni más ni menos que los saltimbanquis de nuestro querido señor Bilboquet, a excepción de la música? (…)
         Después de cierta vacilación, después de aquellas idas y venidas naturales en gentes que no conocen una ciudad, abordamos el Hotel de las Cuatro Naciones, donde fuimos recibidos por el gerente, los mozos, los marmitones y las doncellas.
         Nuestra aventura fue divulgada. El dueño de las Cuatro Naciones estaba, naturalmente, en rivalidad y competencia con el del Hotel de Europa. Tenía, por tanto, que ser con nosotros tan afable y cortés como descortés e intemperante fue el otro.
         Nos recibió, pues, señora, con todos los honores de guerra.
         Apenas aparecimos en la esquina de la calle, él, mozos y doncellas, se precipitaron hacia nosotros como una nube de pescadores sobre un banco de sardinas.
         Después cada uno emprendió su vuelo llevando algún bulto en la mano.
         Por un instante temimos que el demasiado cumplimiento nos fuese todavía más desventajoso que la negligencia; pero a la hora del recuento de nuestro equipaje nada hallamos en falta, dicho sea en honor a los dependientes del Hotel de las Cuatro Naciones. (…)
         Y ya que hemos concluido el relato de nuestras divagaciones, permítame que le hable un poco de la ciudad; apenas he visto hasta ahora algo más de lo que se ve yendo desde la posta a la fonda de Europa, de furibunda memoria; pero ya es bastante para formarse una idea general.
         Ante todo, Cádiz es la hija bienamada del sol; su ojo de fuego la cubre con sus más ardientes rayos, de suerte que la ciudad entera parece metida en la luz.
         Tres solos colores parecen requerir la vista: el azul del cielo, el blanco de las casas y el verde de las celosías. Pero ¡qué azul, qué blanco y qué verde! No hay cobalto, no hay ultramar, no hay zafiro comparable al azul; no hay nieve, no hay leche, no hay azúcar parecido al blanco; no hay esmeralda, no hay verde veronés, no hay verde gris que pueda compararse a este verde.
         De vez en cuando, a través de la reja de un balcón, asoman las ramas de una planta que yo no conocía y cuya flor se abre en la pared como una estrella de púrpura.
         No he visto en España en ninguna otra parte casas tan altas como en Cádiz; Cádiz no puede extenderse ni a derecha ni a izquierda y se ve obligada a ganar en altura lo que su islote le impide de amplitud; por ello cada una de sus casas se eleva sobre la punta del pie, una para mirar el puerto, otra el mar, esta Sevilla, aquella Tánger.
         Esta exigüidad del terreno hace las calles de Cádiz por lo menos tan estrechas como las de las demás ciudades españolas. Apresurémonos a decir que no están mejor empedradas.
         Pero la ventaja que presentan sobre las de las otras ciudades de España, y que no sé a qué atribuir, es que Cádiz es el único sitio donde he visto calles que parecen ir al cielo.
         ¿Comprende usted, señora? El extremo de estas calles de que le hablo da en el vacío, están limitadas por el infinito; este azul que se extiende entre dos líneas blancas aparece todavía más excesivo y brillante: es el azul absoluto.
         Todo esto es alegre, vivo, luminoso; todo esto procura la explicación de estas noches vibrantes de amor y serenata que hasta en España se llaman las noches de Cádiz.
         Esto aparte, nada hay que ver en Cádiz; ni monumentos, ni palacios, ni museos; una catedral de harto mal gusto y nada más. Pero lo que viene a buscarse a Cádiz es, como en Nápoles, este cielo azul, este mar azul, este aire transparente y limpio y este soplo de amor que el aire arrastra.
         Por esto gusta Cádiz sin saber por qué. Hemos andado de aquí a allá todo el día con nuestro amable cónsul, señor Huet, y aparte una encantadora dama, que nos ha recibido con una gracia del todo francesa y que mañana da un baile que expresamente me ha dedicado, me vería muy apurado para explicarle lo que he visto.
         Al pasar por una plaza, que debía ser la plaza de la Constitución, he entrado en Correos. (…)

                                                               XLIII
         Como esta mañana debíamos realizar un paseo alrededor de la bahía, hemos pasado la tarde visitando los almacenes de esteras.
         Las esteras son la especialidad de Cádiz.
         No conozco nada más lindo, más coqueto, más elegante que estas largas esteras blancas, suaves como telas, con bordados y dibujos rojos y negros. He adquirido no sé cuántos metros, que el Veloce tendrá la bondad de transportar a Argel, y allí me dolerá mucho si no encuentro modo de enviarlas a Francia. (…)

                                                         XLIV
                                                                                 A bordo del “Veloce”

(…) Ayer le escribía desde el Puerto de Santa María, mientras mis amigos, más curiosos que yo por estas cosas, visitaban las magníficas bodegas que son la riqueza de la población
         Desde el Puerto de Santa María, el vino de Jerez se derrama por el mundo gastronómico.
         Por eso, Puerto de Santa María es un verdadero lugar de peregrinación para los ingleses. Un vaporcito que va cada hora de Santa María a Cádiz conduce en cada viaje, si no un cargamento completo, por lo menos un muestrario de elegantes viajeros que, después de haberse detenido en Sanlúcar, quieren comparar el pajerete con el Jerez.
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                                                 Alejandro dumas, De París a Cádiz. Viaje por España (1847), Trad. de R. Marquina, Madrid, Espasa Calpe, 1929, tomo IV, págs. 138-167. Hay una edición reciente en Valencia, Pre Textos, 2002.

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