viernes, 30 de marzo de 2012

“Eolo” en LOS AIRES DIFÍCILES, de Almudena Grandes

Los aires difíciles (2006) - Director: Gerardo Herrero  
    
    Cuando los Olmedo llegaron a su casa nueva, soplaba el levante. El viento hinchaba los toldos de lona hasta despegarlos de su armazón de aluminio y los dejaba caer de golpe sólo un momento antes de volver a inflarlos, produciendo un ruido continuo, sordo y pesado como el aleteo de una bandada de pájaros monstruosamente grandes. […] Juan Olmedo identificó enseguida el eco de las barras de hierro que giraban en las argollas y pensó que había tenido mala suerte. El contraste entre el cielo azul, resplandeciente del sol que rebotaba como un balón de luz contra las fachadas de las casas, todas blancas, iguales, y la hostilidad de aquel viento salvaje, tenía algo de siniestro. […] Juan siguió con los ojos el baile de las páginas sueltas, que ascendían bruscamente en espiral o se arrastraban a golpes de viento por el suelo, y distinguió a lo lejos la figura de su hermano, clavado como un poste en la exacta intersección de dos calles pavimentadas con baldosas, todas rojas, iguales. […] Al llegar a su lado le abrazó, sonriéndole, muy cuidadosamente, y le besó en la mejilla antes de pasar un brazo por sus hombros para echar a andar con él. […] Mientras los dos hermanos recorrían juntos aquel estrecho sendero peatonal, como un caminito de casa de muñecas, el viento levantó a su alrededor un tumulto de pétalos de buganvilla, rosáceos, rojos, morados, inertes, ligerísimos, y Alfonso Olmedo por fin sonrió. 
[…]
    Sara Gómez había contemplado toda la escena desde la cristalera de su dormitorio, cerrada a cal y canto contra el viento. […]La proximidad de septiembre la inquietaba. […] aún no sabía cómo se vive en otoño al borde del océano, en un pueblo donde los taxis no llevan contador y se puede ir andando a casi todas partes. […] La casa número 37 estaba todavía en construcción cuando ella decidió quedarse con la número 31, situada casi enfrente y terminada ya, a falta de los remates. Por eso la escogió, y no preguntó por los vecinos. […] no prestó mucha atención a las palabras del vendedor, mientras le explicaba en el tono monótono de las lecciones bien aprendidas que los muros estaban pensados para defender el jardín de los vientos, alternos y constantes, secos, cargados de arena, o húmedos y sorprendentemente fríos, benéficos en algunas épocas del año pero devastadores, aunque él se limitó a decir molestos, casi siempre. […]
    Sentada en el sofá de su salón deshabitado, una sucesión de huecos que reclamaban en vano la presencia de los muebles que su futura propietaria había encargado ya en media docena de tiendas, escuchaba el alarido del levante, libre ahora del obstáculo de los toldos abiertos, más feroz y más monótono, como la implacable banda sonora de una realidad que sucedía al otro lado del jardín y no se detenía nunca. Sin más compañía que aquel zumbido ensordecedor y un paquete de tabaco, empezó a desconfiar de su propia inquietud, el espíritu furtivo, clandestino casi, que había creído distinguir en cada gesto de los recién llegados. Al fin y al cabo, estaba aprendiendo la lección del viento. Ya sabía lo suficiente para sospechar que seguramente en un día de calma, una buena mañana de playa, plácida y calurosa como la de cualquier otro 13 de agosto, sus nuevos vecinos no le habrían parecido tan extraños. […]
    Una franja anaranjada y asombrosamente intensa suplantaba al azul sobre la línea que dividía el mar del cielo. […] Él ya había vivido en la costa durante algunos años, pero en una ciudad como Cádiz todo era distinto. […] Se sentía como si el levante se hubiera disuelto sólo en la superficie de las cosas, pero siguiera vivo y azotándole por dentro sin piedad. Estaba preocupado y más que eso, confuso, indeciso, enfermo de responsabilidad. […] Las cañas de pescar no estaban tan lejos de su punto de partida, ni tan próximas entre sí como le habían parecido al principio. Las fue dejando atrás, una a una, mientras descubría que las rocas que se veía obligado a sortear desde hacía un rato no formaban un accidente natural, ni se habían ido amontonando casualmente en la orilla de una playa donde la arena era tan fina que convertía su simple presencia en un misterio. Los bloques de piedra, fundidos por la insensible tenacidad de las olas y el tiempo en una amalgama grisácea, viscosa, sin aristas, penetraban en el mar dibujando una línea más o menos perpendicular hasta cruzarse en ángulo recto con otro muro de rocas, paralelo a la playa, que cambiaba el curso de las olas, dibujando en el agua una raya imposible. Juan recordó que alguien había mencionado una almadraba para aludir a la zona en la que se encontraba su urbanización, y comprendió enseguida por qué los pescadores cargaban con todos sus aparejos hasta un rincón tan alejado del centro. […] El emplazamiento del pueblo donde acababa de instalarse era el único aspecto de su nueva vida en el que estaba casi seguro de haber acertado. Desde el primer momento, renunció a vivir en Jerez, y no sólo porque estuviera lejos de la costa. No tenía sentido abandonar una gran ciudad para mudarse a una versión reducida del mismo modelo, como un ensayo, un embrión de lo mismo, y por eso desdeñó también El Puerto de Santa María, que seguía siendo demasiado grande, demasiado urbano, demasiado formal para lo que él pretendía. 
[…]
    La asistenta de Sara tenía treinta años, un hijo de once, un matrimonio desgraciado a cuestas y bastantes kilos de más […] Andrés el hijo de Maribel, que se veía obligado a desperdiciar sus vacaciones acompañando a su madre al trabajo todas las mañanas, era un niño solitario y taciturno, un adulto prematuro que no hacía ruido y se quedaba sentado en una silla […] Ése era el vínculo que unía a Sara con Andrés […] Ella le preguntaba por los vientos, cuántos eran, qué significaban, qué efectos producían sobre la pesca, sobre las plantas, sobre el ánimo de toda esa gente que parecía planificar su vida entera en función del levante, del poniente, del viento sur, del calor o el frío, la humedad o el aire seco que aconsejaba lavar o no la ropa, salir o no a la calle, abrir las ventanas o cerrarlas a conciencia para evitar la arena de la playa, que se cuela en la comida, que estropea el motor de los electrodomésticos, que se infiltra en la llaga de las baldosas y, por mucho que se barra, nunca puede eliminarse del todo. Él sonreía, como si no pudiera concebir la confusión que un mecanismo tan simple había llegado a sembrar en el entendimiento de una señora tan lista y tan mayor, y contestaba con paciencia y rotundidad, paladeando una rara sensación de importancia.
–Tú ponte en la playa… –y abría las dos manos con las palmas extendidas, como si estuviera sujetando a Sara por la cintura al borde del mar–. ¿Estamos? Si sopla por la izquierda, es el levante, si sopla por la derecha, es poniente, si viene de cara, es sur.
–¿Y mientras no estoy en la playa?
–Pues es igual de fácil. Cuando sopla levante hace calor, mucho calor en verano, y es muy seco, se nota en la boca, en la garganta… Atonta a las moscas, pero atrae muchos insectos raros, orugas, abejorros, y sobre todo diablillos, que son como unos mosquitos grandes, con dos alas finas y alargadas a cada lado, muy asquerosos pero que no pican. Cuando vea un diablillo, te lo voy a enseñar, y así, en cuanto que veas uno, ya sabrás que está entrando levante. El poniente es fresco, pero puede llegar a ser muy pegajoso. Entonces se nota en la ropa, porque se suda más.
–Es húmedo –se atrevía ella a concluir por él, preguntándose en qué punto se perdería esta vez.
–Si viene con sur sí. Si no, depende. Pero siempre te echa de la playa por las tardes, porque de repente hace mucho frío. Claro que el sur es peor, todavía más frío, y se nota en las sábanas, por la noche, que de repente están heladas.
–Ya… –Sara vacilaba ante la primera dificultad–. ¿Y cómo se distingue el sur del poniente?
–Pues… –Andrés se detenía, como si, de puro tonta, no hubiera llegado a entender bien la pregunta–, porque sí, porque se distingue. Porque no sopla del mismo lado. Porque el poniente suele ser más seco, pero no tanto como el levante.
–Que es peor.
–En verano sí. Sobre todo cuando está en calma, o sea, cuando se nota que va a empezar a soplar, pero todavía no sopla, y a veces puede marcharse sin llegar a soplar nunca, como la semana pasada, ¿te acuerdas? –Sara negaba con la cabeza, pero aquel gesto nunca llegaba a desalentarle–. Bueno, da igual. Lo que pasa es que entonces es horrible, porque hace un bochornazo… Entonces sí que se suda, pero a chorros, porque además casi siempre trae humedad. 
[…]
    La repentina irrupción del poniente, que infiltró el otoño en el interior de lo que aún debería haber sido una tranquila tarde de verano, se estrelló en la docena escasa de toldos que permanecían abiertos como un sonoro punto final. […]
"Sola con el levante" de Luzdelsur -Stefan Schmidt

–Lo que se me olvidaba decirle tiene que ver con el viento –anunció la doctora Gutiérrez– […] Procure prestarle atención al levante. En el mes de septiembre todavía es peligroso. Luego, en otoño y en invierno, el problema disminuye, porque es un viento muy extraño, que cambia de carácter con la temperatura. No me pregunte por qué, porque yo soy de Salamanca y aunque vivo aquí desde hace más de diez años y estoy casada con un nativo, todavía no me he enterado muy bien, pero el levante, que es muy agradable cuando hace frío, porque es cálido y seco, puede llegar a alterar mucho a la gente en primavera, y aún más en verano, cuando coincide con el calor. […]
–Para que se haga una idea, en los juzgados de esta provincia se admite el levante como factor atenuante en procesos por lesiones, malos tratos e, incluso, homicidio. […]
Aquella advertencia salió con él a una mañana calurosa y soleada, y lo acompañó entre los apacibles campos sembrados que flanqueaban la carretera hasta la puerta del hospital, como un inquietante indicio de que hasta el más sereno de los paisajes puede esconder un infierno larvado.
[…]
–¿Me estás salvando la vida? –le preguntó luego, y ella se echó a reír.
–Bueno… De momento te estoy invitando a cenar.
Juan cerró los ojos, asintió con la cabeza, volvió a mirarla, Sara le sonreía, él le devolvió la sonrisa. […]
El levante entró en su casa con el ímpetu de un enamorado impaciente. Agitó las cortinas, acarició las hojas de las plantas, levantó las esquinas del periódico de aquella mañana, se coló por todas las rendijas y entre las aspas del ventilados, pero no trajo consigo recelo, ni inquietud, ni la desconcertante amenaza del desorden. […] Aquel levante era sólo alegría. Todo se mantuvo en su sitio porque aquélla era también su casa, porque su dueña ya había aprendido que no podía vivir sin él. […]
No estuvo fuera mucho tiempo, quizás cinco minutos, tal vez menos, pero cuando volvió a entrar, entró en una casa diferente, nueva, limpia, que retenía el espíritu del viento. Entonces recordó lo que decían todos en el pueblo, y sonrió. 
Porque el levante se lo lleva todo.

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