martes, 19 de julio de 2011

ARCOS Y SU FILÓSOFO, por Azorín

Calle de Arcos


ARCOS Y SU FILÓSOFO

¿Qué es lo que más cautiva vuestra sensibilidad de artistas: los llanos uniformes o los montes abruptos? ¿Cuáles son los pueblos que más os placen: los extendidos en la llanada clara o los alzados en los picachos de las montañas? Arcos de la Frontera es uno de estos postreros pueblos: imaginad la meseta plana, angosta, larga, que sube, que baja, que ondula, de una montaña; poned sobre ella casitas blancas y vetustos caserones negruzcos; haced que uno y otro flanco del monte se hallen rectamente cortados a pico, como un murallón eminente; colocad al pie de esta muralla un río callado, lento, de aguas terrosas, que lame la piedra amarillenta, que la va socavando poco a poco, insidiosamente, y que se aleja, hecha su obra destructora, por la campiña adelante en pronunciados serpenteos, entre terreros y lomas verdes, ornado de gavanzos en flor y de mantos de matricarias gualdas... Y cuando hayáis imaginado todo esto, entonces tendréis una pálida imagen de lo que es Arcos.

            No hay en esta serranía pueblo más pintoresco. Sobre la cumbre de la montaña la muchedumbre de casitas moriscas se apretuja y hacina en una larga línea de cuatro o más kilómetros. El poblado comienza ya en la ladera suave de una colina; después baja a lo hondo; luego comienza a subir en pendiente escarpada por la alta montaña; más tarde baja otra vez, se extiende en breve trecho por el llano y llega hasta morir en la falda de otro altozano. Y hay en lo alto, en el centro, en lo más viejo y castizo de la ciudad, unas callejuelas angostas, que se retuercen, que se quiebran súbitamente en ángulos rectos, pavimentadas de guijos relucientes, resbaladizos; al pasar, allá en lo hondo, bajo vuestros pies, veis un rodal de prado verde o un pedazo de río que espejea al sol. El ruido de los pasos de un transeúnte resuena de tarde en tarde suavemente. Pasáis ante el oscuro zaguán de una casa solariega: por la puerta entreabierta, dentro, en el estrecho patio sombrío, penumbroso, un naranjo destaca su follaje esmaltado de doradas esferas.

            Flota en el aire un vago olor a azahar; el cielo azul se muestra, como una estrecha cinta, en lo alto, entre las dos filas de casas de la vía. Y vosotros proseguís en vuestro paseo: las callejuelas se enredan en una maraña inextricable; ya suben a lo alto, ya bajan a lo hondo en cuestas por las que podéis rodar rápidamente a cada paso. Ahora, a vuestra mano izquierda, ha aparecido un largo muro; en él, a largos intervalos, vense abiertos anchos portillos. Asomaos a uno de ellos; dejad reposar sobre el pretil vuestro cuerpo cansado: un panorama como no lo habréis visto jamás se descubre ante vuestros ojos. Nos hallamos sobre un elevado tajo de doscientos, de trescientos metros de altura; la campiña verde se pierde en lontananza en suaves ondulaciones; millares y millares de olivos cenicientos marcan en el gayo tapiz sus copas rotundas, hoscas: limita el horizonte una línea azul de montañas, dominadas por un picacho soberbio, casi esfumado en el cielo, de un violeta suave. Y abajo, al pie de la muralla, en primer término, el Guadalete trágico, infausto, se acerca hasta lamer la roca, forma una ancha herradura, vuelve a alejarse, tranquilo y cauteloso. En las quiebras y salientes de las rocas, las ortigas y las higueras silvestres extienden su follaje; van dando vueltas y más vueltas en el aire, bajo vuestras miradas, los gavilanes y los buitres con sus plumajes pardos; desde un remanso de la corriente, un molino nos envía el rumor incesante de su presa, por la que el agua se desparrama en borbotones de blanca espuma.

            Y pasan los minutos rápidos, insensibles; pasan tal vez las horas. Un sosiego, una nobleza, una majestad extraordinarias se exhalan del vasto panorama. A nuestra espalda, en las altas callejas, tal vez tintinea una herrería, con sus sones joviales, o acaso un gallo vigilante lanza al aire su canto. Y es preciso continuar en nuestra marcha para escudriñar la ciudad toda. ¿No os encantan a vosotros –como al cronista– los viejos y venerables oficios de los pueblos? ¿No he hablado mil veces, y he de hablar otras tantas, de estos herreros, de estos carpinteros, de estos peltreros, de estos alfayates morunos, de estos talabarteros? En Arcos, vosotros, al par que camináis por calles y por plazas, vais registrando con vuestra vista los interiores de tiendas y talleres. Tal vez vuestros pasos os conduzcan allá al final de una callejuela serpenteante, solitaria; a la izquierda está el pretil que corre sobre el tajo; a la derecha recomienza otra vez la peña, manchada por las plantas bravías, coronada por blancas casas. Al cabo de la calle, en un recodo, os detenéis ante una puertecilla. Estáis ante la casa del hombre más eminente de Arcos; no os estremezcáis; no busquéis entre vuestros recuerdos ninguna remembranza; vosotros no conocéis a este hombre. Y, sin embargo, él, que os ha visto contemplar un momento las enjalmas, las jáquimas, los atahares, los preteles que penden en su chiquita tienda, os invita a pasar. Y él –¿cómo podéis dudarlo de un andaluz?– os va contando toda su vida, año por año, día por día, hora por hora. ¿Sospecháis acaso que este hombre ilustre se llama sencilla y afectuosamente el tío Joaquinito? 

            El tío Joaquinito es bajo, gordo, con una boca ancha y expresiva, irónica, y una nariz redonda. Él no sale de su taller; él es un filósofo; él ve pasar arriba, pasar abajo a todos los vecinos; él tiene en su tiendecilla hierros viejos, relojes descompuestos, pistolones mohosos, llaves sin cerraduras, cerraduras sin llaves, trébedes, trampas para los pájaros; él no pule vidrios como Spinoza, mas posee una larga y sutil aguja con la que va cosiendo los albardones, lentamente, dando suspiros, levantándose de rato en rato para ir a una camareja contigua, de donde torna exhalando un hálito de vino...

            – Tío Joaquinito –le decís vosotros, encantados con su charla, con el afecto con que hablaríais a un viejo conocido–. Tío Joaquinito, malos están los tiempos.

            El tío Joaquinito da unos golpes sobre la albarda, y dice:

            –Pésimo, pésimo, pésimo... 

            Y luego, tras de pasarse el pulgar y el índice por la comisura de los labios:

            –Usté es un hombre de rasón; yo he nasío en er jariná de un molino, y por eso tengo la cabesa branca. Yo he corrió mucho, mucho. ¿Sabe usté en qué nos paresemo nosotro a Nuestro Zeñó Jesucristo?

            Vosotros os quedáis mirando un poco atónitos al gran filósofo. Él continúa:

            –Nosotro, lo españole, estamos pasando la Pasió como Nuestro Zeñó Jesucristo. Lo tré clavo son lo tré trimestre de la contribusió; er lansaso e er cuarto trimestre ; la corona de epina e la sédula persona, y lo asotaso que no están dando son lo consumo.

            Y después el tío Joaquinito da otros ligeros golpes sobre la albarda, suspira y resume: 

            –Pero Nuestro Zeñó Jesucristo tomó pronto la angariya y se fue ar Sielo, y nosotro etamo aquí sufriendo a lo Gobierno que no asotan...

            –He aquí –decís para vosotros– el pensamiento de toda España, que palpita en el editorial de un gran periódico, en el discurso pronunciado en el mitin y en las palabras de un talabartero filósofo perdido en una serranía abrupta. Y os disponéis a desandar la maraña de callejuelas enredadas. Un momento tornáis a asomaros por el boquete de la muralla: el río, infausto, trágico, se desliza callado allá en lo hondo; los gavilanes pardos giran y miran en el aire, lentos, con sus aleteos blandos.
                                               Abril, 1905.
                                               El Imparcial, 24 abril 1905.

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Azorín (pseudónimo de José Martínez Ruiz), "Arcos y su filósofo", capítulo V de La Andalucía trágica, recogida en Los pueblos. La Andalucía trágica y otros artículos (1904-1905), Ed. José María Valverde, Madrid, Castalia, 1987, págs. 259-262.

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