viernes, 4 de marzo de 2011

EL ÚLTIMO GALEÓN, por Francisco Ponce Cordones

Puerto de Cádiz.


Cádiz −se ha repetido hasta la saciedad− ha vivido siempre del mar, por el mar y para el mar. Marinos y traficantes la fundaron, pescadores y navegantes la animaron, armadores y comerciantes la encumbraron. (…)
En tiempo de púnicos y romanos, cuando era la segunda ciudad del Imperio, lo que equivale a decir la primera de Hispania, la nave­gación y la pesca eran las fuentes de sostenimiento de su populosa población y más de la mitad de ella −según Estrabón− vivía a bor­do de sus naves. En épocas de decadencia, durante las dominacio­nes gótica e islámica, continuó siendo la pesca el principal recurso de sus entonces escasos moradores. Tras la reconquista, volvió a ser la náutica la más importante ocupación de los gaditanos; pero fue con el descubrimiento del Nuevo Mundo con lo que se consagró definitivamente la vocación marinera de los habitantes de Cádiz.
Es bien conocido que en las instrucciones que en 29 de mayo de 1943 dictaron los Reyes Católicos para que el Almirante efectuase el segundo viaje de descubrimiento, se decía que "en Cádiz ha de haber una Casa de Aduana, donde se han de cargar e descargar todas las mercadurías e armas e pertrechos e mantenimientos e otras cosas que se hobieren de llevar ... ansí como para lo que de allá se trajere, lo cual todo se ha de cargar e descargar en la dicha Casa e non en otra parte alguna ... ", con lo que aparte del interés que demostraban por el puerto de Cádiz en relación con el futuro proyecto ultramarino, le conferían los Reyes, de hecho, un primer monopolio de comercio con las Indias, antecedente del sevillano creado diez años más tarde. Ello representaba el espaldarazo oficial de Cádiz, que la habría de convertir con el paso de los años en la gran metró­poli comercial del Atlántico, del mismo modo que antes Venecia lo había sido del Adriático y Hamburgo de las aguas del Norte. Duran­te siglos, en pugna con la gran ciudad del Betis, los galeones man­tendrían el contacto con las tierras allende los mares, animando la bahía con su constante ir y venir.
Pero Cádiz ha perdido su último galeón. En nuestros días, Cádiz ha visto partir de sus aguas la última nave de la "carrera de Indias" y esto se ha de entender tanto en sentido figurado como en el literal.
En el primer sentido, Cádiz ha dejado pasar las grandes oportu­nidades que se le han presentado de unirse al carro de la industriali­zación y del progreso moderno. Lejos de seguir esta vía, continua­mente hemos sido testigos de cómo se clausuraban instalaciones pequeñas y medianas que, sin ser empresas pujantes, conformaban el ambiente económico de la ciudad, librándola del denominado "monocultivo industrial" significado en la industria de la construc­ción naval, actualmente en tan precaria situación. Hoy era un pequeño taller metalúrgico; mañana, una industria harinera; pasa­do, una fábrica de cerveza; otro día, una instalación bodeguera; más tarde, una compañía naviera, y así, paulatinamente, han ido cerran­do sus puertas muchas empresas sin que el más mínimo clamor se alce en su defensa y sin que nadie las eche de menos.
Entendido al pie de la letra, también Cádiz ha perdido el último galeón, porque, en efecto, desgraciadamente los barcos de las líneas regulares a América −herederos de las flotas de la carrera de Indias­− han desaparecido de nuestro puerto sin que los gaditanos se ente­ren y sin que nadie lamente tal situación.
En 1975, la Compañía Trasatlántica, esa gran sociedad naviera que orgullosamente paseó la bandera española por todos los mares del planeta −la Compañía por antonomasia, como era popularmen­te conocida en Cádiz− y que en algún momento llegó a ser el sus­tento de 4.000 familias gaditanas, liquidó los restos de su flota de pasaje, presionada por "el fulgurante desarrollo de la aviación comercial que acarreó la crisis definitiva y el colapso total del tráfico de pasajeros”, dice un inteligente comentarista naval. En dicho año, los trasatlánticos "Satrústegui" y "Churruca", de la línea de Cuba, desaparecieron de nuestra bahía, y con ello finalizó un flujo regular de pasajeros con América, cuyo origen se remonta a los primeros viajes colombinos. Casi al mismo tiempo (1976), las hermosas moto-naves "Cabo San Roque" y "Cabo San Vicente" −de la compañía Ybarra, de Sevilla−, últimos eslabones de la cadena que nos unía con el río de la Plata, corría igual suerte. La aviación había sentenciado el tráfico de viajeros, dejándolo reducido a su más mínima expresión, el servicio con Canarias y el turismo, y Cádiz, en otro tiempo "Puerto y puerta de las Indias", entraba a engrosar el anonimato de los puer­tos secundarios en un irreversible proceso de degradación.
Pero hay algo mucho más grave. Si bien es imposible luchar contra el progreso y hoy, en todo el mundo, las líneas de pasaje han desaparecido de los mares barridas por la aviación, no sucede lo mismo con el servicio de transporte de mercancías. Por el contrario, el incremento de este sector es manifiesto. Sin embargo, quienes rigen nuestros destinos se han dado tal maña y han mostrado tal habilidad que han permitido que desaparezcan también de nuestro puer­to las líneas nacionales de contenedores.
La ya citada Compañía Trasatlántica mantenía hasta hace poco un servicio de navegación con América para el transporte de mercancías en contenedores. El servicio funcionaba con regularidad absoluta y, cada diez días, dos magníficos buques, el "Pilar" y el "Almudena", hacían escala en nuestro puerto. Pues bien, desde el 6 de noviembre de 1988 el primero y desde el día 15 siguiente el segundo, ambos buques han abandonado las aguas gaditanas y estos dos herederos de las flotas de Tierra Firme y de Nueva España han clausurado definitivamente la "carrera de Indias".
Lo gravísimo de la cuestión no es ya que desaparezca el tráfico, sino que éste se ha trasladado a otro puerto vecino, por ineptitud y falta de previsión de aquellos a cuyo cargo corría la defensa de los intereses gaditanos. Parece desconocerse que Cádiz no tiene otro medio de vida que su puerto y su bahía −así ha sido desde el origen mismo de la ciudad− y que si no se pone remedio urgente, su muer­te a corto plazo es cosa segura. Y no se dice esto en tono alarmista y altisonante por puro capricho, sino porque es la pura y dura realidad.

 
En 1968, cuando la eclosión del tráfico de contenedores estaba en su punto de partida, el ministro de Obras Públicas, don Federico Silva Muñoz, proyectó un estupendo puerto de contenedores en el bajo de la Cabezuela. El cese del ministro, primero, y diversas cau­sas, después, impidieron que el proyecto se llevara a la práctica y, con ello, se perdió una oportunidad de oro para que Cádiz fuera la avanzada europea en esta modalidad de tráfico. Luego, esos "ama­teurs" de la política que como setas en tiempo de lluvia proliferan hoy en la Administración, idearon convertir el puerto de Algeciras en escala terminal de Europa, y lo que toda la vida −desde que se repobló "el yermo de las Algeciras", a raíz de la pérdida de Gibraltar− había sido un punto de paso hacia Ceuta o un lugar adecuado para el matuteo con el Peñón irredento, ha quedado convertido en una gigantesca esponja que absorbe todo el movimiento del mediodía de España, en detrimento de otros puertos nacionales. Con decir que hasta el vino de Jerez −producto de embarque tradicional en nuestra bahía desde tiempos remotísimos− sale hoy por Algeciras, está dicho todo.
Seguramente se me intentará replicar que las estadísticas demuestran el sostenimiento del volumen del tráfico de nuestro puerto en los últimos años; pero si restamos al mismo la ya desapa­recida descarga de combustibles en el oleoducto Rota-Zaragoza, los embarques de agua potable con destino a Ceuta y las descargas de graneles sólidos −sobre todo, carbón− en el muelle de La Cabezuela, ¿qué nos queda?, porque el movimiento de contenedo­res en buques extranjeros está cada día más sometido a las veleida­des del comercio internacional y al arbitrio de las "multinaciona­les". ¿Es ese todo el brillante porvenir que la actual Administración reserva a Cádiz? Acaso alguien me diga: "No, el plan estratégico Cádiz-2000 piensa convertirla en ciudad cultural y del ocio, cara el 92", algo para partirse de risa si no fuera porque, trágicamente, es para llorar.
A lo largo de su dilatada historia, Cádiz ha contado siempre con hijos preclaros y con valedores inteligentes que supieron, en su momento, sacarla de graves apuros y de situaciones muy compro­metidas. Desde Balbo el Menor, en tiempos de César, hasta Patiño y el almirante Pes, en el reinado del primero de los Borbones, son muchos los que lucharon con empeño en pro de nuestra ciudad. En el pasado siglo XIX, tan difícil y tan negativo por tantos conceptos, fueron numerosos los gaditanos que supieron estar a la altura de las circunstancias e hicieron honor a su patria chica. Hombres como los hermanos Istúriz, Alcalá Galiano, Benot, Castelar, Moret, Castro y, ya en este siglo, Del Toro, Carranza y otros, lograron zanjar a tiem­po gravísimos peligros o resolvieron complejos problemas políticos, dándoles solución adecuada. Su valimiento y el hecho de que tuvieran peso específico propio en la capital de la nación sirvieron de poderoso acicate.
Pero hoy carecemos de hombre de talla. Padecemos una gran sequía política, con una completa falta de ideas y estamos abocados a un progresivo agotamiento de todo proyecto de futuro. Estamos gobernados por mediocridades y... ¡claro, así nos luce el pelo!
Ciertamente que la decadencia de Cádiz viene de mucho tiempo atrás y, excepto en los años del denominado "desarrollismo", en que recuperó su pulso, la caída por la pendiente del deterioro económico es cada día más acusada. Ya en los años siguientes a la pérdida de los últimos territorios americanos, la musa popular, manifestada en las coplas de carnaval, se hacía eco de esta situación en algunas de las más conocidas composiciones:

“... todo el mundo te trata a puntapiés,
tu completa ruina cerca se ve.
Hermosa sirena que bañan las olas,
da pena el verte tan triste y tan sola;
pobre patria mía, sigue mis consejos,
no sigas andando igual que el cangrejo".

Pero los días que corren son difíciles y cargados de preocupaciones, y las corporaciones locales y regionales, absortas en otros asuntos,  no pueden perder el tiempo ni consumir energías en “negocios de menor cuantía", tales como el resurgimiento de la población, la solución del paro y otras urgentísimas cuestiones...
Reflexionando sobre todo cuanto antecede, se me vienen a la mente los patéticos versos de un conocido soneto de Quevedo (versión de González de Salas) que comienza:


I                                                      '''Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía ... "

Y teniendo en consideración el oscuro panorama que se adivina para el futuro de una ciudad resignada y sumisa en un país plagado de ambiciosos y logreros, no parece aventurado vaticinar que por desdicha la decadencia es imparable y de ahí que se insista una vez más en que, irremediablemente, Cádiz ha perdido el último galeón.

Francisco Ponce Cordones, “El último galeón”, Diario de Cádiz, 22 de abril de 1991. Recogido más tarde en Gades, Gadium, Gadibus, Cádiz, Fundación Unicaja, 2007, vol. II, págs. 83-88.
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Es una colaboración de Mª Carmen Brea Romero

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