viernes, 4 de marzo de 2011

EL MAR QUE ESTUVO ENFRENTE, por Pilar Paz Pasamar

Poblado de Doña Blanca, en El Puerto de Santa María (Cádiz).
Más información y foto en http://www.stormfront.org/forum/t345421-18/.


EL MAR QUE ESTUVO ENFRENTE
                                     
«Los barcos pueden subir como si lo hicieran por un río...»
                                                                                                             Estrabón III, 2, 4
           −Lo que no tiene explicación ninguna, ninguna −repitió la posible arrendadora− es el modo en que quedaron las cosas. Mire −señaló el rodapié del pasillo−: arena y salitre, manchas de humedad por todas partes, el papel de la pared, ya lo ve, roto en pedazos…
           −Huele a humedad −comentó el hombre.
           −Huele a podrido.
           La dueña del inmueble intentó abrir los postigos de la ventana. Sus manos forcejearon unos minutos sin éxito.
           −La madera está hinchada −desistió con un suspiro−. No hay forma.
           −Probaré yo.
           El hombre se remangó hasta el codo, por lo que la casera pudo comprobar que su posible inquilino lle­vaba camisa de manga corta, hecho que lo descalifica­ba en su apreciación de lo que consiste vestir con ele­gancia, aparte de otras descalificaciones que iban surgiendo súbitas, tales el fuerte olor corporal prove­niente de las axilas y el defectuoso prognatismo de las mandíbulas que ahora distorsionaba el esfuerzo con que intentaba abrir las fallebas hinchadas.
           −Ya está.
           Por fin lo consiguió. El sol entró en la casa, si pudieran llamarse así a aquellos restos de naufragio. Los colores, empalidecidos por la humedad, emitieron esa lividez característica de los cuerpos muertos inso­lentemente expuestos a la luz. Desconchones y roturas y la fetidez de los microorganismos, se unían a la evi­dente ruina.
           −¿Qué pasó? −inquirió el visitante, y la mujer pudo verle de frente, ancho de espaldas, el gran cuello alzado, a contraluz.
           −¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Es increíble!
           Se miraban frente a frente, sin saber dónde apo­yarse que no exhalara viscosidad, se hundiera bajo el peso, o humedeciera la parte del cuerpo vencida. Al fin, la mujer fue a sentarse en uno de los desvencijados brazos de una butaca próxima. Notó que algo líquido la impregnaba hasta llegarle al sexo. Sintió un estre­mecimiento.
           −No he querido decir nada, pero a usted tengo que contárselo ya que se ha interesado por la casa. Supongo que quiere arrendarla, o…
           Pero el hombre se había encaminado hacia el otro ventanal, sin oírla, y lo abría y, de nuevo, una ráfaga de aire puro se hizo paso entre la polvareda casi tangible. Millares de corpúsculos vibraron con los rayos del sol, casi se escuchaba el sonido de aque­lla reanimación de detritus entre maderas y zócalos.
           −¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Es increíble! −la mujer tocaba aquí y allá, intentando reconocer los objetos.
           −Parece que hubiese pasado por encima una ola −dijo el hombre pensativo. Y se rascó la coronilla.
           Pero no había mar, ni enfrente ni en los alrede­dores. Por el contrario, la campiña se extendía exul­tante desde el altozano donde había sido construida la casa. El campo se abría, colocado como una manta a cuadros sobre los lomos del declive y los sembrados de pastos relucían al sol. Al fondo, como la giba de un animal adormecido, se alzaba una parda colina de tie­rra de secano, sin plantío, donde enraizaban arbustos y matojos. Allá a lo lejos, una hilera de álamos y euca­liptos pespunteaban el curso del riachuelo y en el pedregal donde se iniciaba la subida a la colina brota­ban acebuches, muy separados unos de otros.
           El hombre pasó el dedo por el alféizar y lo exhi­bió a contraluz teñido de un polvillo blanco.
           −Salitre. Esto es sal marina.
           −Pero no es posible, no es posible −repetía la dueña−, aquí nunca hubo mar...
           Continuaron el recorrido por la casa. Un estre­cho pasillo conducía a las alcobas.
           Las camas abatidas y desprendidas de los cabe­zales junto a los colchones inflados de agua, y el esqueleto de sus entresijos, llenos de herrumbre. Por donde pasaban iban abriendo, no sin gran esfuerzo, las compuertas de los ventanales y el aire iba oreando el amasijo y arrancaba a golpes el olor putrefacto. Era como ventilar una tumba.
           −Realmente, es desolador.
           El hombre miró en torno suyo unos instantes, después fijó la mirada en la cresta del cerro lejano y se acercó a la mujer con curio­sidad. Era pequeña y rubia, de un rubio desteñido que afloraba, como de mazorca, sobre los centímetros canosos de las raíces que la sustentaban. Había apreta­do las manos sobre el regazo y los ojos llorosos, glau­cos, muy saltones, se habían cerrado como en acepta­ción de aquella ruina, aunque sabe Dios, qué era lo que quería decir con aquel gesto, ni lo que pensaba.
           −¿Cuándo tuvo noticias de lo que había ocurrido? −Ah, por lo tanto quería indagar en el asunto, ­pensó la mujer, y lo estaba deseando y era el momento de contarle la larga historia de sobresaltos, aquel proceso que la había mantenido en vilo durante dos meses con aquel resultado insólito y desolador. Que algo se barruntaba ella antes de verla llegar despavori­da a decirle que se colaba el mar por las rendijas, y aquella historia del niño que le habían dejado en custo­dia y aquel broche o lo que fuese en la mano y sus ojos de loca o enferma, más bien de loca de remate.
           −Venga conmigo −dijo ella.
           Desde la cocina, donde una puerta se abría al exterior, pasaron al patio trasero. La mujer hizo un recuento mental del evidente y nuevo desastre: las desaparecidas adelfas, el sombrajo abatido, el almen­dro irreconocible, el jacarandá mustio y el pozo, sin cerco de macetas, lleno hasta el borde de agua visco­sa y verde donde flotaba un manojo de algas. El posi­ble arrendatario se había acercado con sigilo y las levantaba con un trozo de cañizo al mismo tiempo que le mostraba, depositada en la palma de su mano, una concha nacarada, de ésas que suele dejar el mar en las orillas.
           −¿No cree que es curioso?
           Era asombroso. Una concha en el patio de su casa. Sí, en sus días de vacaciones en la costa las había visto, y recogido a puñados en el bolso playero para después abandonarlas, que es lo que se suele hacer con esa clase de objetos.
           −Una concha de playa aquí −dijo el hombre en un susurro−. Y algas. Pero esto no es el litoral, que estamos tierra adentro.
           −Yo ya no sé dónde estoy −gimió la mujer.
           Por la carretera, lejanísimos, circulaban los coches. Los dos fueron a sentarse juntos en el poyete de piedra.
           −Aquí había un parterre −enumeraba la casera apenas sin voz−. Y un emparrado, y un porche... Señor, Señor... Ya no queda tierra, y estaba lleno de «gitanillas» de todos los colores, que yo sembré. Y mire qué horror: de la buganvilla ni rastro…
           −Piensa usted más en las plantas que en los des­perfectos de la casa −comentó el hombre.
           −Porque el mobiliario no valía nada, al fin y al cabo, que son muebles de fábrica, hechos en serie. Pero las plantas tardan en agarrar, primero, y luego en crecer. Y lleva su tiempo, y se les toma cariño, como a las personas…
           −¿Quiénes eran sus últimos inquilinos?
           Ante la pregunta, la mujer pensó que su posi­ble arrendador no iría a quedarse entre aquel mon­tón de ruinas. No obstante, el deseo de contarle la historia se apoderó de ella. Comenzó a hablar entre­cortadamente:
           −Era una mujer de unos treinta años. Ella solía venir a mi casa en un coche verde, pequeño, que hacía mucho ruido. Estaba muy flaca, y los ojos le ocupaban toda la cara. Cuando le arrendé la casa venía acompa­ñada de un hombre, también joven, que supuse era su marido. A él no volví a verlo más. Ellos habían pagado dos meses por adelantado, así que no hubo estafa con la estampida. Porque ella salió corriendo dejándome una carta muy particular en que me hablaba de la amenaza de una gran marejada, o un plenilunium que, según calculé, se refería a lo que por estas tierras lla­mamos «mareas de Santiago»… ¿Y qué tendría que temer en plena campiña y en un altozano como éste, ni qué mareas ni qué leches, con perdón, iban a venir hasta aquí?
           −Pues vinieron −murmuró el hombre.
           −Vaya que sí. Por lo menos una ola, al parecer, sí que llegó. Y de las grandes.
           La mujer se levantó y dio unos cuantos pasos mientras que con la punta del pie iba apartando los restos de objetos entremezclados.
           −Oiga, que con esa ola traía una buena retahíla.
           Yo estaba convencida de que se trataba de una chala­da y que su pareja, en lugar de encerrarla en un sitio adecuado, la había soltado en este palomar, a ver si desde aquí pegaba el «voletillo» y le dejaba en paz…
           −¿Cómo se le ocurrió construir la casita en este promontorio?
           −Un capricho de mi marido, que en paz des­canse. Le gustaban las alturas y la soledad. Pero esta tierra de bujía la heredé yo y venía aquí a descansar. Una vez fallecido, no quise volver sola por aquí, así que me propuse alquilarla y entonces surgió este matrimonio del que le hablo, o lo que fuera, y esa pobre señora, Ana Camino, se llamaba. Una tempora­dita de descanso no le vendrá mal, me decía. Pero de descanso, nada, que casi todos los días bajaba como una loca a contarme los sucesos tan extraños que le ocurrían. Una vez me trajo algo raro, mire usted, lo llevo en la bolsa −abrió la «bandolera» de lona y extrajo un objeto−, dijo que se trataba de un imperdi­ble muy antiguo, aunque ella le dio otro nombre pare­cido al de «fístula»...
           −Una fíbula −corrigió el hombre−. ¿Me per­mite?
           Mientras observaba el objeto, la mujer siguió hablando:
           −Me pidió que lo llevara a una joyería para saber de qué material estaba compuesto ... ¿Y sabe usted lo que me dijo el joyero? Que no podía desentrañar de qué estaba hecho el dichoso imperdible y que él nunca había visto nada igual, porque, al parecer, el oro y el hierro de que estaba forjado jamás han podido fundirse…
           El broche depositado en la mano del hombre brilló unos instantes. Era de un metal blanquecino y mediría poco más de tres centímetros. Él lo examina­ba arrobado.
           −Es muy primitivo −musitó−, quizá del segundo periodo...
           La mujer, con un gesto, le conminó a devolverle el objeto que introdujo de nuevo y rápidamente en el bolso.
           Volvieron a sentarse. En unos minutos de silen­cio, ambos parecían ensimismados. El ángulo oscuro de una banda de estorninos cruzó sobre sus cabezas.
           −Era para verla venir, toda llorosa, a contarme lo del niño. Qué ratos me hizo pasar.
           −¿Qué niño?
           −Una mujer, dijo, se lo trajo una noche envuelto en pañales. Ya ve usted, de dónde pudo salir si no hay una mala huerta en los alrededores. Me dijo que aquella mujer le había entregado a su hijo porque estaba destinado a un horrible sacrificio de no sé qué dios. Que habrían de partirle el cráneo si daban con él. Venía a pedirme leche para la criatura, cuando estaba falta de provisiones, que solía ser a menudo, por lo visto. Y el día que se le murió, no puede imaginarse cómo estaba. Daba impresión verla llorosa, tan bron­ceada por el sol y tan flaca, llorando a moco tendido sobre el diván de mi casa, que, por cierto, lo dejaba hecho una pena, con restos de arena, como si viniera de la playa… Y ahora que lo pienso: ese color suyo, ese bronceado de su piel, no es el que se adquiere en el campo, sino en las orillas del mar. Es un bronceado especial...
           −Decía usted que el niño murió...
           −Yo nunca vi al niño y, como todo lo que me contaba, lo consideré como purita imaginación, figuraciones. Mire usted: yo vivo a cinco kilómetros de aquí, ni cerca ni lejos. A mí me gusta el trato con la gente, la vida relacionada con otros, entrar y salir, ir a comprar a las tiendas, pasear por las calles y hablar con los vecinos. Cuando ella me dijo que el niño había muerto, yo me ofrecí para los trámites necesarios: hablar con el cura, la funeraria, el regis­tro civil, todo eso hay que hacer cuando una persona se muere. Pues bien, me lo impidió. Me dijo que a la criatura la había enterrado ella misma, bajo el álamo grande de la ribera del río, ése que destaca entre todos y que usted puede ver desde aquí, donde esta­mos, que lo hacía porque no era ni ciudadano del país, ni pertenecía a nuestro tiempo, ni estaba bauti­zado en nuestra religión y que tal era el acuerdo al que había llegado con su madre, si la muerte del niño aconteciese, como así fue. De modo que del pueblo no salió ni coche funerario, ni se dio parte al cura ni a nadie. Ella dice que lo enterró bajo el ála­mo grande pero de lo que estoy segura es de que no hubo niño, ni muerto ni vivo y que todo era el embrollo de una loca rematada. No dejaba de pen­sar que cualquier día, por cualquier descuido, sal­dría la casa ardiendo...
           −Pero, por el contrario −el hombre hablaba ya de pie, mirando en torno suyo como si buscase con los ojos un objeto determinado−, no sólo no ardió su casa, sino que se anegó como si le hubiese pasado una gran ola por encima... ¿No me dijo que era eso lo que temía que ocurriese su inquilina? En ese caso, algo de congruencia tenían sus temores...
           La mujer buscaba de nuevo en el interior del bolso. De él extrajo unas páginas escritas a mano que temblaron con el airecillo de la tarde. El silencio era pesado y la luz arrancaba destellos a los charcos de agua del patio.
           −Quiero leerle algo −hizo una pausa antes de proseguir−. Quizás esto le pueda interesar: es una carta de mi inquilina que introdujo por debajo de mi puerta antes de irse −buscó de nuevo en el bolso y extrajo una par de gafas que se colocó nerviosamen­te−. Escuche:
«Señora:
No sabrá nunca cuánto siento dejar su casa. He debido ser una carga molesta por cuantas veces me presenté a destiempo para que me ayudase −cosa que usted hizo en todo momento, gracias−. Una larga serie de acontecimientos me obliga a dejarlo todo y soy incapaz de poder hacerle una relación meticulosa de lo que me ha sucedido. Le hablo de mi buena amiga, la madre de un niño que fue depositado en mis brazos y bajo mi custodia (que enfermó luego) y murió al care­cer de defensas para combatir la enfermedad. Ni las medicinas que usted me facilitó ni mis cuidados sirvie­ron de nada, pero le agradezco su colaboración. La madre del niño y yo acordamos incinerar sus restos y enterrarlo debajo de un álamo en la ribera −el chopo más grande− que desde su casa se divisa. Dijo que era preferible así y no de la forma que la criatura −por ser el primogénito− hubiese sido sacrificado. Creo que es costumbre partirles el cráneo con un punzón, es asun­to religioso. La pobre mujer, con la que he trabado una gran amistad, me avisó al mismo tiempo de un gran peligro, y me instó a que me metiera “en ese aparato mortífero relleno de materia inflamable” −así definió el coche− y huyese lo antes posible. Ellos, los del poblado, también se preparaban para la huida. Los conocimientos científicos que poseen les permiten detectar con suficiente antelación los fenómenos sís­micos, los maremotos. Me dijo que en el próximo ple­nilunio una gran ola arrasaría el poblado y cubriría exactamente el altozano donde estaba construida mi vivienda y que yo, por haber sido receptora de sus vidas y penetrado en la de ellos, era la única que esta­ba en peligro. No sé lo que significa esa receptividad, por algo así como estar implicada en su historia y en su tiempo. Como si se hubiese descorrido el telón que comunica la escena y sus personajes con el espectador. En este caso, la única espectadora del patio de butacas era yo misma. Todo lo demás quedará inamovible, puesto que nadie vive el momento, salvo tú. Pero tú libraste a mi criatura del horrible final al que estaba condenada... Yo te arranco a ti de tu muerte, de manera que estamos en paz, me dijo. Así que la obedezco y me marcho. Siento no verla más a usted. No le dejo mi dirección ni intente localizarme, por favor. Quédese con la fíbula como recuerdo pero no intente averiguar de qué metal está compuesta porque es un secreto de los orfebres de esta civilización… Poseen tantos, a pesar de que no consiguen rebasar una media de cua­renta años de vida. Nunca experimentaré una aventu­ra tan extraordinaria como la que he vivido en estos dos meses, ni sentiré nada parecido al cariño que he sentido por esa criatura que mi amiga me puso en los brazos desde el otro lado del tiempo. Apareció en la noche, y la noche se la llevó. Pero yo he recorrido de la mano de esa misteriosa amiga un poblado inimagi­nable. Sus calles estrechísimas −un pañuelo extendi­do podría abarcarlas de parte a parte−. Y he subido hasta las almenas de sus torres y contemplado pozos y graneros y lagares, y he pisado los suelos de sus casas amplias, el rojo intenso de la arcilla que cubre los sue­los de sus estancias. He penetrado en el templo donde se rinde culto a un monstruo que se alimenta de la vida de los niños, y a la diosa del amor; y he visto el mar que lo circunda todo. Desde la casa pude a inter­valos lúcidos e intermitentes como relámpagos, ver entrar las naves y resguardarse al socaire del viento en la rada. Eso y otras muchas cosas maravillosas he con­templado, lo he visto con mis propios ojos. Ahora me marcho sin una sola fotografía −no se puede fotogra­fiar el misterio− y en el equipaje va esta asombrosa experiencia ya por siempre. Gracias, señora, por la paciencia que tuvo conmigo. Algo le dejo en el jaca­randá como prueba de que lo que digo es cierto: el  platito y el vaso donde depositaba la comida del niño y que la madre trajo la noche de su llegada. Si la ola no se los ha llevado, los encontrará enterrados. Llévele algún día algunas flores al que está bajo el chopo gran­de. Hasta siempre.
           Y firma:
           Ana Camino».
           La mujer terminó la lectura con un suspiro. El sol arrancaba del cabello la estridencia de las vetas amarillas y seguía soplando una brisa intranquila, que se animaba de vez en cuando. Lejos, los vehículos parecí­an hileras de escarabajos. Olía fuertemente a tierra empapada.
           −¿Ha vuelto a saber de su inquilina? Y el hombre miró con pena, sin atreverse a solicitar que se la entregase, la carta que volvía al interior del bolso.
           −Desgraciadamente sí −la mujer depositó las gafas cuidadosamente en la funda mientras contesta­ba−. A raíz de su marcha fui a visitar a mi familia a la capital. Allí me enteré por el periódico de su acci­dente, ocurrido el mismo día de la partida en la cur­va de la carretera que está próxima al pueblo. Las víctimas fueron trasladadas al hospital de la ciudad, pero el coche de ella, verde, destrozado, lo pude ver con mis propios ojos. Creí ponerme mala en aquel almacén de chatarra. Ahí está todo lo que queda de esta increíble historia: un revoltijo de hierros para el desguace.
           −Queda algo más, señora. −El hombre se encaminó hacia el jacarandá−. ¿Tiene usted una pala o una herramienta parecida?
           −En el cuarto de aparejos, si no han desapareci­do, debe haber algo.
           La casera andaba con preocupación sobre los restos esparcidos mientras se introducía en la casa. Pronto llegó al patio el sonido de tiestos sacudidos y lamentaciones entrecortadas. Junto al jacarandá el hombre, impaciente, removió la tierra con la ancha puntera de goma de sus zapatos. Aquella salpicaba las hojas mustias del arbusto casi abatido. Unos recalcitrantes «dientes de león» avanzaban a ras de tierra pespunteando el suelo de granos malvas, pequeñísimos. La punta del zapato que escarbaba arrancó de raíz algunos brazuelos de las ramas rep­tantes. Estaban frescas y llenas de agua y por la pequeña herida, la savia emitía su perfume. Hincó la pala sucesivamente mientras montones de tierra se iban acumulando alrededor del arbusto. Por fin, el hombre se agachó y con infinito cuidado extrajo dos objetos de cerámica que habían sido enterrados con apresuramiento evidente, casi en la superficie: se trataba de un cuenco, con borde decorado por una banda ancha de engobe rojo; el otro era una jarra sin decoración.
           −¿Qué es esto?
           −Probablemente unos objetos caseros del siglo IX antes de nuestra era.
           El sol incidía en la tintura. Se diría que aquel cuenco y aquella jarra habían salido recientemente de las manos de un alfarero y el horno que las cociera.
           El hombre, que evidentemente gozaba con el hallazgo, arrancó con suavidad una materia blanqueci­na, depositada en el fondo del cuenco y se lo mostró a la mujer.
           −Esto es más reciente. Son restos de una papi­lla de cereales, trigo o maicena.
           −La comida del niño −susurró atónita. Y pasó su dedo también por la sustancia sin disimular un gesto de aprensión.
           Volvían las sacudidas del aire, más recias y, por  el cielo, otra banda en forma de uve de pájaros.
           −Lavanderas.
           −No, estorninos.
           La mujer volvió al poyete, sin discutir y quedó ensimismada. Los mechones de pelo entrecano bailo­teaban en sus sienes. Pensó si su visitante iba a estar todo el tiempo que a ella no le sobraba rascando la escudilla. Cuando no accedía a una razón lógica, le invadía un cansancio particularmente molesto. «Se venía abajo», como solía decirle «su hombre que en paz descansara».
           −¿Quiere usted una bolsa para meter eso, si es que le interesa? He visto que quedan algunas en la cocina.
           −No es mala idea −comentó su interlocutor alegremente−, pero mejor si fueran dos, una para cada objeto.
           Con supremo cansancio volvió la mujer al inte­rior y poco después apareció con las bolsas en la mano y un aire determinado y firme. Se dirigió resuelta al visitante:
           −Ya es hora de que hablemos de nuestro asun­to, señor. ¿Tiene usted intención de alquilar la casa o no…? ¡Llevamos tanto tiempo hablando de otras cosas!
           −No he venido con la pretensión de alquilarle la casa, sino en representación del Ministerio de Cultura, el cual −permítame usted que deje estos objetos en lugar seguro− se prepara para efectuar en este lugar un programa de investigación arqueológica. Verá: Pre­tendemos comprarle el solar y el terreno circundante, y a mí me han enviado para hacer las primeras investiga­ciones de si conviene o no hacerlas −sonrió abierta­mente−, pero para llegar a un acuerdo con usted, por supuesto, necesitaremos de otros encuentros y formali­dades. Por lo que acabo de ver con mis propios ojos no me cabe duda de lo que ya venimos sospechando hace tiempo. Señora, usted y yo estamos ahora mismo, posi­blemente, sobre un asentamiento fenicio. −Se permi­tió tomarla por el brazo para dar juntos una vuelta a la redonda−. Todo lo que usted contempla a su alrede­dor era mar. El mar estuvo aquí, y allá y más allá de aquel cerro. Esto era un puerto, pronto lo descubrire­mos. Si usted nos lo permite, claro…
           Ella, mareada por la vuelta en redondo, quedó con los ojos abiertos frente al horizonte. Un suave calor la iba inundando mientras pensaba que aquellas cosas tenían mucha enjundia y solían aparecer en los programas de televisión.
           −Pero me temo, señora, que esa fíbula, como todo lo que lleve indicios de pertenecer a otras épocas, tendrá que ser depositado como prueba y reservado como patrimonio... No, no se preocupe... sólo en caso que...
           Confundida por las palabras de aquel importan­te visitador, y temerosa de que desapareciera de su vida como su antigua inquilina, la mujer corrió detrás de aquel…
           −¡Eh! ¿Dónde va?... Espere.
           −Voy hacia el álamo grande −agitó la pala en el aire−. A llevar estas flores y a ver qué encuentro bajo él.
                   Pilar Paz Pasamar, “El mar que estuvo enfrente”, Historias bélicas, Sevilla, Algaida, 2004.
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Es una colaboración de Nerea Galán Fernández

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