domingo, 6 de marzo de 2011

EL CÁDIZ DE 1829, por Alexander Slidell

Patio de Cádiz. Foto Diógenes


Alexander Slidell Mackenzie (Nueva York, 1803 - 1848), oficial de la marina estadounidense, fue un curioso viajero e hispanista. Su primer libro en este sentido fue Un año en España, por un joven americano (1829), un best-seller tanto en USA como en Gran Bretaña, alabado por Washington Irving. Su visión es la de un caballero y está indefectiblemente ligada a su clase social. Más allá del exotismo con que contempla Cádiz y de su romántica fascinación por la mujer gaditana, destaca la información de las costumbres de una ciudad por aquel entonces ocupada por los cien mil hijos de San Luis.

Del Puerto a Cádiz
         Alcanzamos el Puerto de Santa María al atardecer. (…) Después de una cena escasa, remediada en parte por un Jerez auténtico, uno de mis compañeros de viaje propuso un paseo que yo acepté gustosamente.
         Después de haber deambulado por el agradable paseo que está al norte de la ciudad y de haber admirado algunos hermosos ejemplares de esas bellezas de ojos negros por las que Santa María es famosa, regresamos a la posada.
         Los acontecimientos del día y todo lo que vi de esa gente en Cádiz, Gibraltar y Málaga me convencieron de que la clase baja que habita la costa andaluza constituye la más camorrista, fullera y rencorosa canalla del mundo. Me sugirió el origen de un infundado prejuicio que yo había tenido anteriormente contra los españoles en general porque en los puertos de las colonias los españoles que había conocido, y de los que había recibido mis impresiones sobre el carácter nacional, procedían de los puertos de Andalucía o eran descendientes de emigrantes llegados a ellos.
         Apenas había un soplo de viento en la bahía de Cádiz. Los remeros echaron mano de los remos para afanarse hasta la ciudad, que dista ocho millas del Puerto de Santa María. No accionaban el remo con el mero esfuerzo muscular de brazos, hombros y espalda, sin moverse del asiento, sino que se incorporaban sobre los pies a cada palada utilizando el peso del cuerpo para mover el remo en el agua cuando se dejaban caer de nuevo sobre los bancos. Nuestros marineros se mofan de este torpe procedimiento pero, aunque tal forma resulte menos armoniosa que la nuestra, lo cierto es que es mucho menos trabajosa.
         No nos habíamos alejado mucho de la playa cuando llegamos a la barra exterior del Guadalete. Aquí, a una señal del patrón, nos pusimos en pie en la parte del timón y los remeros dejaron los remos y descubriendo sus cabezas murmuraron una breve jaculatoria por las almas de los marineros que se habían ahogado allí. Hecho esto se persignaron, se volvieron a cubrir la cabeza y reanudaron la boga, la charla y las coplas. Antiguamente existía la costumbre de hacer una colecta para misas por el rescate de las almas de los pecadores ahogados que continuasen en el purgatorio. El patrón de la faluca me contó que había muchos ahogados allí; raro era el año en que no se producían víctimas porque el rompiente entra tan traidoramente que después de remar por un mar apacible se levanta una ola por detrás, primero pequeña, pero va creciendo y acaba llevándose el bote por delante de lado, lo inunda y lo vuelca con sus pasajeros en las arenas movedizas.
         En unas dos horas alcanzamos el muelle de Cádiz, uno de los lugares más ruidosos del mundo, y pasamos desde allí a la salida más cercana donde el personal de aduana y la policía nos esperaban de pie dispuestos a registrar y examinar a todo el que entrara. Escapamos con una gratificación al funcionario de turno, no pasada a escondidas, sino entregada a la vista de todo el mundo. Con esto tuvimos vía libre para la Plaza del Mar, un espacio abierto contiguo a la Puerta del Mar. Estaba atestado con una galería de tipos curiosos. Aquí se celebra el mercado de abastos: frutas, huevos, verduras, hielo, cebada y limonada, papagayos intentando hacerse oír entre el tumulto, pájaros cantores enjaulados o implumes en sus nidos, abriendo los picos para recibir la comida que se les ofrece en el extremo de un palito –un dudoso sustituto del pico materno− y aquí, lo más extraño de todo, se venden grillos metidos en pequeñas jaulas. Sirven para alegrar los dormitorios de las damas gaditanas con su chirrido nocturno: insatisfactorio solaz del soltero y solitario. Además de los ruidos que producen los vendedores de todos estos productos y los productos mismos, todas las lenguas de Europa se confunden allí con espantosa algarabía. Los franceses cortejaban a las preciosas criadas y a las gitanas que frecuentan el mercado y les pedían cita. Alemanes, holandeses, ingleses, italianos e incluso moros de barba y turbante, con su declamación grave y gutural, se sumaban a la confusión.
         La población de Cádiz se ha cifrado recientemente en sesenta y dos mil personas pero es indudable que ha bajado mucho con la decadencia del comercio si consideramos la cantidad de casas deshabitadas que se ven por todas partes. A su número de habitantes hay que añadir ahora un ejército de diez mil franceses que tiene sus cuarteles dentro de la ciudad y en sus alrededores. Estos aportan mucho a la vida y gallardía del lugar, que sin ellos serían muy deficientes. Constituyen el alma de los teatros, de los paseos y de los cafés, donde soldados y oficiales se codean como en tierra de nadie; los capitanes van con los capitanes, los tenientes con sus iguales y los cabos con los cabos. Gente de toda graduación se comporta correcta y cívicamente.
         El empobrecimiento que ha seguido a la decadencia del comercio en un lugar completamente desprovisto de recursos agrícolas, es suficientemente notorio y el mal se ha visto acrecentado y la miseria multiplicada por la expulsión de muchos patriotas –una clase más numerosa y respetable en Cádiz que en ninguna otra parte−, la confiscación de sus bienes y el abandono de sus familias al hambre y la ignominia. Esta desdicha es elocuente. Apenas puede uno salir a la calle de día o de noche sin verse acosado por una multitud de mendigos y a menudo mujeres decentemente vestidas que todavía conservan vestigios de su pasada elegancia aunque tengan que pedir por su diario sustento.
         La decadencia de Cádiz es, sin embargo, una calamidad tan reciente que todavía mantiene su belleza. Está rodeada completamente por una hermosa muralla que besan las olas. En ella hay un adarve que rodea la ciudad por completo permitiendo un paseo continuo que domina una amplia vista del mar o de la bahía y de la lejana tierra y el estrecho istmo que conduce a la isla. Dentro de este circuito está la ciudad, bellamente planeada en plazas y calles con aceras que se cruzan en ángulo recto.
         Las casas son hermosas y admirablemente adaptadas al clima. Están construidas en un estilo que fue introducido por los árabes y que ahora es general en toda España. Tienen dos pisos y un patio cuadrado central rodeado de doble galería que descansa sobre columnas de mármol. En verano el patio se cubre con un toldo y se riega de vez en cuando de modo que se mantenga fresco el lugar. Nunca se deja entrar el sol en este apacible rincón donde se forma la tertulia al anochecer, donde se sirve el chocolate y se recibe al enamorado para que toque la guitarra y derrame su pasión en la elocuencia de una copla o para escuchar una melodía más dulce y atrapar la chispa del ingenio y de la alegría en las divertidas ocurrencias de alguna gaditana hechicera.
         En la calle, las ventanas abarcan desde el techo a las baldosas del suelo para que el aire circule libremente. Cada casa tiene su balcón con una galería verde a través de cuyas rejas se puede atisbar a veces a la adorable inquilina sentada entre plantas y flores mientras borda un pañuelo con el elaborado trabajo de que tanto gustan las españolas. La rosa, el geranio y la lavanda la rodean con sus perfumes y el canario, cuya jaula cuelga de arriba, la saluda constantemente con su canción.
         Las casas rematan en terrazas y a veces están cubiertas de naranjos y macetas. Casi todas las casas tienen una torre donde, cuando refresca la tarde, la gente acomodada se reúne para disfrutar de la vista y echar a volar cometas, diversión por la que sienten igual pasión hombres, mujeres y niños.
         No debo dejar de mencionar la Plaza de San Antonio ni la umbría alameda, puesto que constituyen el lugar de esparcimiento nocturno de toda la elegancia y la belleza de Cádiz. Nadie que haya estado allí se ha atrevido jamás a negar el embrujo de la gaditana; nadie puede negar que, de todas las criaturas de la Creación, ella es la más adorable y la más encantadora. Las gaditanas son, en su mayoría, altas, de breve cintura y delicadas y, sin embargo, nadie que haya contemplado la saludable lozanía de sus mejillas, sus bien torneados miembros y la segura precisión y elasticidad de su porte podría acusarlas de flaqueza y blandura. Sus tobillos son redondos y elásticos y ayudan a multiplicar sus atractivos a través de la seda de las medias. El grácil pie, dispuesto a cada paso a escapar de los diminutos zapatitos, se levanta y se posa con naturalidad y sin afectación pero con una gracia exquisita. La basquiña que fuera en otro tiempo enaguas de moer pero que ahora se ha transformado en vestido de seda, se festonea de cordoncillos y borlas o campanillas doradas y va lastrada con plomo de modo que se adapte a la figura a la que el clima permite solamente la adición de otra prenda. En tanto que la mano derecha abre y cierra el abanico o lo menea con maravillosa expresividad en señal de reconocimiento, los gráciles y delgados dedos de la izquierda, rutilantes de oro y piedras preciosas, limitan los flecos de la mantilla y ayudan a vedar los encantos que la basquiña apenas acierta a cubrir por sí sola.
         Los ricos dobleces de la mantilla dan una digna apariencia al busto sin ocultar las negras guirnaldas de su cabello, su mejilla redonda y risueña, sus labios de coral y aquellos ojos negros y brillantes que tan pronto aparecen llenos de fuego y animación como a punto de derretirse de ternura y parecen suplicarte que la cortejes y la rindas. No hay lugar alguno donde el físico de la mujer alcance más perfección que en Cádiz, en ninguna parte logra una gracia tan exquisita. Hay, en verdad, un encanto en cada mirada de la gaditana, una armonía, una fascinación en cada sereno movimiento que te invade enseguida los sentidos y salta las barreras de la más acendrada moralidad.
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Alexander Slidell, (a) “Mackenzie” (1803-1848), A year in Spain, by a young American (1829), vol. II, traducido y compilado por Manuel Bernal Rodríguez, La Andalucía de los libros de viajes del siglo XIX (Antología), Sevilla, Editoriales Andaluzas Unidas, 1985, págs. 77-82.

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