domingo, 6 de marzo de 2011

CÁDIZ, por Mercedes Escolano

Castillo y faro de San Sebastián. Foto de Julio González.

CÁDIZ

I

Cuenta al-Qazwini, viajero
del siglo sexto, cosmógrafo poco exacto,
que el mar permaneció revuelto
y la isla a salvo hasta el cuatrocientos.

Sobre el faro se alzaba una estatua:
el rostro girado a noroeste,
el brazo izquierdo extendido,
apuntando a alta mar con el índice,
y una llave en su mano derecha.

“La llave fue robada
y la estatua derruida,
se pensó que escondía algún tesoro”,
confiesa el cronista.

II

La ciudad semejaba un bergantín
apuntando al mar abierto con su proa.
Temerosa de una larga travesía,
apretaba fuertemente
su mano a tierra firme.
El levante la empujaba a veces.
Desplegaba su velamen
y creíamos verla zarpar por momentos.
Las rocas la frenaban
en poniente. Encallada,
se mantenía a flote, imberbe aún
para navegar turbulentos mares.

III

Todas sus calles van a dar al abismo
y un aire refrescante
se cuela hasta la plaza.
En medio se levanta un palacio.
Sus puertas y ventanas permanecen
abiertas día y noche.
Los vientos, imitando a los hombres,
han construido una isla a su capricho.
Minotauro es su veleta.

IV

Ácida, pura cal, su luz.
Sábanas en las azoteas
miden el horizonte.
Ágil, se asoma al mar
en un alarde: balcones,
cierros, balaustradas, torres vigías.
Al atardecer, las casas se estrechan
elevándose al cielo,
la isla se llena a ráfagas
de pájaros verticales.

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 Mercedes Escolano (Cádiz, 1964), “Cádiz”, Islas, Madrid, Ediciones La Palma, 2002, págs. 18-20.

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