jueves, 20 de enero de 2011

CON LA MEMORIA PARTIDA, por Rafael Marín

 




        Desde que cerraron el bar Juani, la copita de media mañana se le había convertido en un problema. No era lo mismo hacerse de rogar y echarla en el Viena, con los señoritingos de los bancos, mucho maletín y gemelos rosa a juego en las camisas; ni en la Gloria un poquito más allá, con tantísimas madres de buen ver de los niños del colegio de al lado, y las oficinistas de la empresa de pompas fúnebres puerta con puerta.  Tampoco era plan tomarla en el Central, que era una mezcla de todo y encima hasta la bola de los niños del instituto nuevo, ese que era feo como una piedra de a kilo y además con el detalle de no tener una mísera ventana que diera al mar, menudo fallo de diseño, a ver si al arquitecto le habían dado la licencia en una rifa. Le quedaba el consuelo del bar Mariano, a dos pasos de casa, como quien dice, frente a la estatua del Enterrador. Él nunca sabía si el militar del caballo era Simón Martín o San Bolívar, que las dos estatuas eran clavaditas hasta en la mierda de los palomos y el color verdiblancuzco del bronce, y por eso lo conocía como todo el mundo por el mote, porque señalaba ya en vano a un cementerio que tenía colgado el no hay billetes en la puerta (eso suponía que decía el latinajo, vaticinare de ostibus piscis, o algo así, que leía siempre con mucho cuidadito cuando entraba a poner un par de flores a la tumba de los viejos), pero de algún modo no se sentía cómodo en aquel sitio, aunque Mariano era un tío legal que tenía estudios y todo y le dejaba a deber si la cosa estaba chunga, y escuchaba con más paciencia que un santo las batallas que la parroquia entera le contaba, como si fuera una especie de cura o ministro resuelveproblemas y en su mano estuviera dar la razón a todo dios, aunque no la tuviera, que casi nunca la tenían. Eran muchas las tonterías que se escuchaban por ahí, y le fastidiaban las ganas de bronca de algún cliente, como el chirlachi ese al que tuvo que dar dos piñas para que dejara de decir chorradas, mucho viva Franco y a mí la legión y carajotadas por el estilo, y luego el cabrito no tenía ni media torta, con razón se habían cachondeao con él los borrachos de la chirigota aquel año, cuando los Titis, a ver si no era uno de aquellos lindos del tanguita y la camisa arremangada, y marcando paquete con algodón de DIA, porque cojones no tenía ni uno el puñetero. Pero no era eso lo que le hacía pasar de largo la mitad de los días, ni que aquel carajote estuviera allí de penene, que se había enterado de que tenía azúcar y ya no podía probarlo, a fastidiarse tocan. Lo cierto era que no sabía muy bien porqué, pero algo le hacía pensar que aquel bochinche era una especie de puerta al paraíso, o la antesala, diremos, que por sus muertos que el paisanaje que se encontraba por las mañanas haciendo barra se le había metido en la cabeza que eran acabaos en la recta final, gente que venía tan cerca del cementerio para acostumbrarse a no salir de allí dentro de poco, aunque el cementerio estuviera más cerrado que el cine San Miguel, que no recordaba tampoco, maldita fuera, pobres diablos que no tenían donde caerse muertos y rondaban por allí para que, cuando se dieran con el pellejo en el suelo, no tener que molestar demasiado al que los recogiera. Alguna que otra noche había soñado que los muertos se levantaban de las tumbas y entraban en el bar Mariano a contarse sus penas, entre medias limetas de chiclana inexistente. Él era Mariano y, como Mariano siempre, no decía ni que sí ni que no, y sólo servía las copas cuando los dedos de hueso se lo pedían con educación. Las cosas de la resaca.
         Se llamaba Torre, y jamás había sabido si era con ese o sin la ese, pero le importaba más bien poco: a fin de cuentas él era él, con su nombre o sin su nombre, y seguía siéndolo a pesar de tener la memoria partida como partida estaba su nariz, o su oreja izquierda. Igual que el bar Mariano, igual que el bar Juani, igual que el Viena, había conocido días mejores, cuando tenía más pelas en los bolsillos y siempre salía un chapú para ir tirando: romperle las piernas a algún malage, llevar de aquí a allá una maleta con mucho secreto y cara de despiste, seguir a alguna gachona que se encamaba con el ditero del círculo de lectores o el maestro de los niños, hacer fotos con teleobjetivo desde algún cierro a según qué fulano o a su santa, siempre al liquindoi, cositas sin importancia. Entonces Pepito Fiestas lo llamaba más a menudo, pero de un tiempo a esta parte se había metido a político y vivía con el alma en vilo a ver si lo colaban en alguna lista para el parlamento europeo o el andaluz, porque aquella cosa del CAI no salió bien y al final tampoco contaron con él, ni para cerrar filas, y ahora le había dado por meterse al pepé, como a media ciudad, mientras cayeran. Torre nunca llegó a tener claro a qué se dedicaba exactamente Pepito Fiestas, pero los billetes le salían hasta por las orejas, y siempre había sido un tío legal que le pagaba por adelantado los encargos, y alguna que otra vez hasta se lo llevó de putas a Conil, o a lo mejor aquellas dos alemanas del bungaló ni les cobraron, cualquier sabía con la cara que le echaba Pepito Fiestas a la vida.
         Pepito Fiestas ahora se llamaba Don José, o eso pretendía. Y desde que se había vuelto formal Torre vivía las mañanas como un prejubilado de Astilleros, dando más bandazos que el Troy por la avenida, sorteando mierdas de perro y parándose lo justo delante de los escaparates de George Modas. Cuando hacía buen tiempo se ponía el chandal con los colores del Cádiz y echaba a correr y se cogía un seguío por la playa hasta el pirulí, y luego de vuelta hasta el castillo, donde alguna que otra vez se encontraba a la plantilla y echaba un cigarrito con Rovira. No dejaba de maravillarle que en la playa hubiera tantas palomas. Gaviotas sí, claro. Y alguna vez hasta encontró el cadáver de una tortuga. Pero las palomas eran cosa reciente, y en la arena se notaban las tres marcas de las patitas. Una vez, con un Glengoyne en la mano, demasiado cargado de hielo, Pepito Fiestas le explicó que la pisada de las palomas, envuelta en un círculo, simbolizaba la paz. Luego le dio dos mil duros y lo envió a partirle la nariz a uno que se la quería pegar con su fulana.
         Era un caso, aquel Pepito Fiestas. Pero Torre lo admiraba. No por el dinero, que a fin de cuentas muy tonto había que ser para no sacarse unos duros de debajo de las piedras si hiciera falta, sino por la buena cara que le echaba al tiempo, ya saltara el levante o lloviznara. Pepito Fiestas era un corcho que siempre salía a flote, metiéndose en más berenjenales que el cómico de un sainete. Pero se lo sabía montar el hijo de su madre, y jamás le había caído ni una condena encima. Tenía que ser abogado, claro, para darle como le daba las vueltas a la ley, para poner tanto cuerno y meterse en el cuerpo tanta mierda, y encima siempre con la sonrisa de oreja a oreja, y con un par de billetes de a cinco para ir regalando, ni que fuera el padrino, el de la película o el de una boda. A Pepito Fiestas le debía Torre los últimos veintintantos años de su vida. Los únicos veintitantos años, en realidad, aunque ya peinara canas y tuviera, según decía el carnet de identidad, casi cincuenta y dos ya, quién lo diría. Fue Pepito quien le regaló aquel décimo premiado hacía un par de navidades, y quien lo convenció para que sí, joder, para que vendiera aquel solar de mierda lleno de cucarachas en la calle Marqués de Cropán, de Cropani, Pepito, es lo mismo, de cropán o de bimbo, tú les vendes el solar a condición de que te den un piso y los cinco millones, y a preocuparte de que el ascensor funcione nada más, Torre, lo que yo te diga.
         Torre aprovechó la collá y aquí estaba, viviendo encima del sitio donde, decían, había vivido siempre, antes de que el viejo se fuera con San Pedro a cantarle las cuarenta y a meterle un perdigonazo en las entrañas, mira que abandonarlos en lo de Brunete, su puta madre, mira que hacerles pasar a todos por el mal trago de perder la guerra, la posguerra y la madre de todas las putas guerras. Seguro que Pepito Fiestas se había llevado un pellizco en la transacción, pero no le importaba. Le debía casi treinta años de vida y era lo más cercano que podía considerar a un amigo, si es que los amigos existían y no eran un invento de las películas, de los seriales de la radio o de las novelas.
         Al parecer Torre había querido ser futbolista, y todavía ensayaba algunos pases con los chavales de Ramón Blanco, y se ganaba alguna reprimenda de Rovira (que tienes que dejar el tabaco, Torre, y el alcohol también; lo que tú quieras mientras no tenga que dejar también a las mujeres malas). A Torre le hacía gracia lo pesado que era el viejo, el único que recordaba (porque él, claro, ni zorra idea) que de joven le había parado un penalty a Juanito, el que jugó en el Barça y se rompió un codo y fue el mejor jugador de todos los tiempos, hasta que llegó Juan José. Y Kiko. Y Mágico, claro, cuando no se lo pasaba de escándalo con una chavala que se llamaba Rosalía.
         De cualquier forma, el fútbol no era lo suyo. El boxeo le tiraba más. O debió tirarle, porque ahora maldita gracia que le hacía ver siquiera a Pedrito Carrasco con su gorda nueva en las portadas de las revistas. En los tiempos de Kid Betún, a Torre le dio por calzarse los guantes para desfogar un poco con los chavales del barrio. Por lo visto era una promesa en ciernes, significara aquello lo que demonios significara. Eso se veía en las fotos que tenía colgadas en una pared de la casa: un chaval de cara asustada y la nariz sangrante, y un ojo perillo, sonriendo a la cámara mientras un árbito con pajarita le levantaba un brazo. Otras dos haciendo guantes, mirando hacia arriba como si fuera un miúra (en una se parecía a Manuel Benítez), y otra con Gonzalo Córdoba y Luis Folledo y Pepe Legrá cuando el Faro no era el sitio prohibitivo que era ahora, la noche posterior a una velada que sólo existía en aquel rectángulo gris y negro que tenía firmado en una esquina el nombre de Juman.
         La otra foto no tenía firma. Si la había hecho el bueno de Juanito Martínez Nieto, que en gloria esté, tuvo el detalle de quitarle el sello. Pero allí estaba. La caída del joven boxeador, la promesa de Marqués de Cropani, el Tigre de San José, el Bombardero de Puertatierra. Una rodilla en la lona, la nariz con la mosqueta dibujándole un doble labio rojo sobre la boca entreabierta, la cara vuelta hacia ninguna parte, mirando sin ver nada más que dolor y asombro, buscando una voz de consuelo o alguien que tirara la toalla. Y detrás, como un martillo borroso, el rastro movido del derechazo que un segundo después le robaría casi veintitrés años de su vida.
         Torre se sabía la foto al dedillo, como si fuera un tatuaje que observara con deleite cada mañana. La repasaba una y otra vez, tratando de recordar aquel momento inmortalizado para la nada. Pero no podía. El puñetazo borroso le había machacado detrás de la oreja. Lo había dejado k.o. para los restos. Quince días en coma, le habían dicho, como si a fin de cuentas eso le importara. Quince días en el otro barrio y cuando regresó al mundo de los vivos, en San Rafael, lo primero que vio fue la cara arrugada de un hombre preocupado, y aunque le dijo que era su padre Torre lo miró como si lo viera por primera vez, porque por primera vez lo veía. Y sólo luego, mucho tiempo después, cuando todo el mundo le explicó de pe a pa lo que había pasado, acabó por aceptar que se llamaba Torre, que había sido boxeador, que un derechazo en mal sitio lo había retirado para los restos de la profesión y casi casi de la vida, y que de aquella velada en el Portillo lo único que le quedaba era la bolsa y la marca de haber perdido la memoria para los restos. Amnesia de choque, o algún término por el estilo. Aunque en las películas el muchachito bueno acabara por recordar al final que él era el espía, en la realidad Torre lo iba a tener mucho más crudo. Tenía casi cincuenta y dos años ya pero a fin de cuentas era sólo como si hubiera vivido nada más que treinta. Coño, que no había justicia.
         Por lo pronto tuvo que aprender a leer otra vez, y lo mismo ahora lo hizo mejor que antes, en aquella infancia que ya no había tenido, porque acabó por cogerle gustillo a las novelas de marcianos de A. Thorkent y las del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. En la escuela nocturna conoció a Pepito Fiestas, todavía delgado y joven, a punto de terminar la carrera y ejerciendo ya, que andaba haciendo algo de asistencia social o algún chanchullo de los suyos. Pepito le miró los músculos, la nariz aplastada contra los ojillos pardos, el flequillo como el del Cordobés entre las cejas, y le dijo yo a ti te conozco, te vi ganarle a tres asaltos a Landeira, y cómo te desplomaste delante de mí aquella noche en el Pabellón, con la nariz hecha un grifo, y hasta le pusiste perdida de sangre la estola a la gaché que venía conmigo.
         Torre no supo qué responderle, y apenas murmuró un lo siento antes de confesar que de aquella pelea, y de las otras, no sabía ya nada de nada. Pepito Fiestas encendió un puro y se lo llevó a tomar dos copas al Anteojo, y le preguntó en qué andaba, y él le dijo que a lo que sale, que lo mismo lo llamaban dentro de un par de semanas para empezar una obra en las mil viviendas. Y entonces Pepito Fiestas se sacó la cartera, le dio la tarjeta, tres billetitos verdes y un Farias, y le dijo que fuera a verlo la semana siguiente allí al ladito mismo, en Columela, y que de poner ladrillos su puta madre, que le hacía falta un tío que tuviera dos cojones y que él los tenía, anda que no había que tenerlos para ponerse otra vez a aprender a leer con casi veinticinco tacos, con lo aburrido que era el colegio, aunque no tuviera que lidiar con curas.
         Fue una relación que iba ya para los treinta años. Torre sabía que Pepito Fiestas era lo que se dice un punto filipino, que su mujer tenía más cuernos ya que la ganadería de Torres Vela, que le tiraba más un pelo de coño que una primitiva con complementaria, y que cambiaba de querida y de coche con una regularidad casi matemática. ¿Era primavera? Ahora tocaba una mulata. ¿Empezaba el otoño? Tenía que ser rubia. Y cada navidad un coche nuevo, siempre de importación y al canto, y jodido porque en España no existían las matrículas personalizadas. Torre sabía que un dineral así no se conseguía haciendo obras de caridad, no porque lo dijera Julio Anguita, sino porque era una verdad como el castillo de San Sebastián. Y seguro que Pepito Fiestas tenía más de un cadáver bajo la alfombra (bueno, uno ya no, que él se encargó de quitar de enmedio a aquel drogata y tirarlo por los espigones de Santa María del Mar, cuando la obra), y que había traicionado a mucha gente para no hundirse en el naufragio que iba sembrando allá por donde pasara. Pero mira tú lo que son las cosas, con Torre siempre había ido de legal. Como si fuera su hijo, decía alguna que otra vez. Mi monstruo de Frankenstein, cuando estaba pasado de cubatas. Una vez, no sabía si en serio o si en broma, Pepito Fiestas le confesó que aquella noche que le robaron veintitrés años de su vida él había apostado por el otro, y que había ganado un pastón a costa de su memoria. Torre se encogió de hombros y apuró el Magno y se fueron los dos juntos a jugar al billar, y tan amigos, a ver si Pepito Fiestas se creía que tenía la culpa de que aquel derechazo cayera donde no tenía que caer, mismamente en su oreja izquierda.
         A falta de pan buenas son tortas, y repartiendo tortas se había ganado Torre honradamente su pan. Suponía que bordeando la ley en ocasiones, pero siempre intimidando lo suficiente, sin pasarse nunca, quizás porque él sabía mejor que nadie lo que un golpe mal dado puede traer de coletilla. Y además, que a la ley le podían ir dando mucho por detrás o por delante, que había visto a más de un procurador pasarse con las putas de Cortadura por un francés gratuito o una encamada a tres con la golfa de su secretaria o de su esposa, y a los maderos del cero noventa y dos irse de la porra contra algún pedigüeño de poca monta y luego no decir ni mú cuando los moteros esos que venían al circuito de Jerez recorrían en un segundo diez la avenida entera haciendo más ruido que una traca valenciana, ni que estuvieran rodando Akira, comentó Pepito Fiestas, pero Torre no entendió la referencia.
         Alguna que otra vez, mientras hacía sus encargos, a Torre le habían preguntado si era un matón a sueldo, pero la verdad es que no estaba en ninguna nómina, y seguía los dictados de Pepito Fiestas por amistad, o por cariño, mariconadas ni una, porque le caía bien aquel bullita indomable que se pasaba el mundo por montera. Que luego Pepito Fiestas tuviera un detalle con él y le llenara los bolsillos de papeles era otra cosa, una propinilla nada más, cosa de hombres. Y estaba claro que Pepito Fiestas se cuidaba muy mucho de no dejar sus pisadas allá donde nadie le pudiera clavar el cepo. Vamos, que siempre obraba dentro del más estricto cumplimiento de la ley, lo del yonki aquel de la oficina fue una pura anécdota. Algo de cierto tenía que haber, porque la verdad sea dicha en todos aquellos años de relación jamás sintió Torre que estuviera haciendo algo que no debiera, jamás le puso una mano encima a quien no se mereciese un par de tortas, ni había acosado a un inocente o mangoneado a una vieja. Los encargos de Torre eran cosa de poca enjundia, seguir a fulano a ver con quién se cita, pincharle el teléfono a los de tal estudio de arquitectos, que seguro que tienen un chanchullo con Diputación, pararle los pies a alguna sabandija que se lo quería montar con un par de niñas. Cuando alguna que otra vez, en los puticlubs de Jerez o en el de la carretera de Algeciras a Pepito Fiestas le daba por querer impresionar a las brasileñas, siempre decía que era juez del Tribunal Supremo, y que Torre era su detective privado. Y en esa ilusión se quedaron los dos. Torre no tenía licencia, ni falta que le hacía para recorrer el casco antiguo y meterse en una casapuerta a ver cómo pasaban de mano a mano papelinas de droga, contratos de edificación que se saltaban a la torera las normas del pegou o pornografía asquerosa, de esa que se ven tías enjoyadas chupándole la polla a un burro. Detective sin licencia, eso había sido. Treinta años viviendo entretenido de una tarde a otra (porque madrugar, cuando no había currelo, jamás había sido lo suyo), siempre a la sombra de Pepito Fiestas, que le había dado una vida cuando él se quedó sin media vida y sin ninguna memoria.
         Trabajo no les había faltado a ninguno de los dos. Desde aquel asunto de los polis que robaban en Supercádiz con la grúa a cuestas, y menudo palo que le dieron en las costillas cuando se lo encontraron allí, haciendo de segurata por un par de noches, hasta el asunto de las fotos sin cabeza de las putitas de Valdelagrana, y el follón que se montó cuando don Raimundo de Oliva descubrió que se había citado, según el libro, con una putilla adolescente que era nada menos que su propia hija, a saber lo que hicieron luego, o la investigación paralela que Pepito Fiestas le mandó hacer cuando aquel chiflado jugó al Caníbal Lecter con su amigo de la infancia no se sabía muy bien porqué, una cosa era estar majara y otra ser un auténtico hijo de puta, anda que si no lo llega a pillar la benemérita no le habrían metido Pepito y él en camisa de once varas, por malaidea, que por lo visto Pepito había sido compañero del colegio del padre de la víctima, y le había dolido en el alma como si fuera también su propio hijo (que lo tenía, un gaznápiro de ciento doce kilos y mirada bovina que seguro que se pajeaba a todas horas con los tebeítos japoneses, y ya eran ganas, con lo divertido que era hojear el Penthouse y no apamplarse con unas muñecas que parecían de recortable).
         Pepito Fiestas organizaba fiestas la mar de entretenidas. En el Atlántico, en el Falla alguna que otra vez, en el Club Náutico y el Club de Tenis. Había de todo, como en botica, y seguro que allí mismo firmaba sus buenos contratos o salía por los pelos, medio trasquilado, de algún otro. A esas fiestas acudía de vez en cuando Torre, siempre vigilante por si hacía falta desempolvar los ganchos de izquierda, aunque al final siempre acabó metiéndole mano a aquella rubia por la que todo el mundo suspiraba y que era una calientapollas de pronóstico, mientras que para su sorpresa Pepito Fiestas se perdía con la flacucha de apellido alemán, la pelirroja de las pecas y las gafas de carey, que decían que se había tirado a media tuna de la facultad de medicina y tenía que ser un ogro en la cama, y no precisamente porque fuera un choco. Cuando con recochineo Torre le preguntaba a Pepito Fiestas cómo le había ido con la prima de la Uchi, el otro le respondía inmutable: seguro que mejor que a ti con Patricia Plastilina.
         Además de mujeres de bandera, y aparte de las perversiones anuales con la Heidi Güggenheim, Pepito Fiestas tenía algunas aficiones contradictorias. Coleccionaba botellas de whisky, pero no cataba ninguna, cosa que a Torre solía ponerle de los nervios, porque todo aquel tesoro de ámbar lo miraba desde detrás de su despacho diciendo bébeme. Luego coleccionaba también etiquetas de ropa, vaya usted a saber qué veía en todo aquello (¿y qué ve la gente en los sellos?, respondía siempre Pepito Fiestas), y durante una temporada le dio por comprar todos los libretos de Carnaval que caían en sus manos. Tuvo que ser cosa de algún negocio, porque acabó con las existencias del gitano de la calle Sacramento, que en paz descansara también, y luego si te he visto no me acuerdo; completó un par de cajas de embalar llenas hasta arriba de libretos, desde Los Anticuarios a Los Lacios, y debió revendérselos a alguien, algún contacto de Miguel Villanueva o algo por el estilo. Los domingos por la mañana, cuando no estaba resolviendo casos a los que se le venía encima la fecha de caducidad o recorriendo Sotogrande montado en un carrito de golf, a Pepito Fiestas le daba por darse su paseíto por la plaza, tomarse un par de docenitas de erizos caleteros en Merodio o en el de la esquina, y comprar fotos del Cádiz antiguo.
         Esa afición sí que llamaba la atención de Torre, y si alguna vez acompañaba a Pepito Fiestas y las fotos estaban repetidas, las compraba también, y comprobaba con curiosidad cómo eran las Puertas de Tierra antes de que hicieran los boquetes para que pasaran los tranvías y todo el tráfico, o cómo era el muelle cuando San Servando y San Germán asomaban desde sus pedestales, o cómo se veía el parque de Genovés en color sepia, o el Balneario antes de que lo tiraran dos veces para levantar el Hotel Playa de cristal contemporáneo, o Canalejas antes de que construyeran el parking, cuando los gaditanos de entonces paseaban con canotier y despedían a los soldados que iban a que los mataran en la guerra de Cuba. Una foto de un reloj de flores le llamó la atención, porque no recordaba dónde estaba, y Pepito le explicó que en la plaza de España, donde paraba el autobús, junto a la Diputación, en el sitio en el que desde hacía unos años habían puesto una especie de tablerito chico de ajedrez de losas blancas y losas negras.
         Torre, claro, no recordaba ya aquel reloj, que dicho sea de paso era bastante kitsch, palabra que Pepito Fiestas usaba cuando quería decir hortera. Y ese reloj y aquella foto lo pusieron en la pista de qué ir haciendo con las horas muertas de su vida. No iba a coleccionar mujeres, más que a alguna esporádica y sin deseos de conservarla para los restos, ni botellones de whisky de malta, más que nada porque no iba a poder soportar la tentación y para qué puñetas iba a querer él doscientos cascos vacíos cogiéndole sitio en la casa, ni las etiquetitas de la ropa, que todo se lo compraba en el piojito y le importaba un caneco que los levis fueran lois o los liberto paco rabal. Pero coleccionar fotos del Cádiz antiguo sí le llamaba la atención. No del Cádiz antiguo antiguo, como le gustaba a Pepito Fiestas, sino del Cádiz de cuando él era joven, si es que lo había sido, el Cádiz que aquel puñetazo en el Portillo le robó para siempre, el día de La Pepa y en el setenta, el Cádiz de la apertura a Puertatierra, del cine Delicias y el cine España, del cine Maravillas y los tres Álamos y el Pequeño Nansa, el Cádiz de la Laguna y el Cantábrico cuando era un jardincito donde daban bodas y comuniones y la gente se llevaba bolsas de plástico para arrumbiar con lo que sobrara, el Cádiz del Mikay donde ahora estaba la Caja de Ahorros y el otro Micay, junto al cine Brunete, por el que jamás luego suspiró nadie, el Cádiz de la cerveza Cruz Blanca y la venta de hielo y los afiladores y sus bicis que soltaban chispas, de los pisos de Astilleros cuando eran nuevecitos y todavía enfrente no se había encontrado la tumba de la Dama en aquel edificio demasiado oscuro, el Cádiz de los trolebuses y los guardias de casco blanco, de los coches de caballos y el cine Terraza y el cine Gades (todo antes eran cines, y ahora, aunque no había dinero, todo eran bancos), el Cádiz de la Plaza de Mina con el templete en forma de vaso y la Cuesta de las Calesas donde el empedrado hacía que se griparan los coches y se escoñaran las vespas, el Cádiz de la cervecería del Puerto y la cervecería del Barril, el de los Trofeos Carranza cuando venían las grandes figuras y los grandes nombres del mundo, el Cádiz del chalet de Varela y los polvos furtivos en Bahía Blanca, de los jueves de Corpus y la Feria del Frío, el Cádiz de Pepiño y Jerónimo Almagro, de Carlos el Legionario y Monseñor Añoveros, de Pemán y Vicente el Largo y Paco Alba, el Cádiz de las Fiestas Típicas y el Cortijo Los Rosales y las majorettes francesas y los últimos bikinis y los primeros tangas, el Cádiz de las casetas numeradas en la playa (quedamos en la ciento treinta y cinco), el Cádiz del Piojito en la Merced, de la plaza de Toros y el recuerdo dolorido de los fusilamientos, el Cádiz del pito de los Astilleros y la carrera de los que llegaban tarde cada mañana, el Cádiz de las lonjas y los puestos de frutas y Marchena Picuíto, el de las Tres Marías y las cervecerías de San José, la una enfrente de la otra, y la Residencia que convirtieron en polvo una tarde, el de la iglesia del Carmen cuando todavía era blanca, el del Teatro Falla cuando era rojo de verdad y no color fresa de labios. El Cádiz que un día fue y que ahora, poco a poco, ya no quedaba.
         Torre estudiaba aquellas fotos y trataba de averiguar si las recordaba en colores, porque sabía que en colores es la memoria, como en colores son los sueños. Y se sabía las fotos como se sabía los nudillos de su mano o las arrugas de su cara, y hasta llegó a aprenderse el nombre de los arquitectos de aquellas casas de su época, el estilismo funcional de los cincuenta, según lo había descrito Pepito Fiestas, sabía Dios qué quería decir con eso. Torre estudiaba las fotos y se buscaba en ellas, y buscaba dentro de su cerebro lisiado un recuerdo, una chispa, algo que le reconfortara y le asegurara que, en efecto, había estado antes allí, que no había bajado de un platillo volante como los de las novelitas de A. Thorkent o había nacido siendo un hombre adulto que no sabía leer ni recordaba la cara de su padre.
         Por eso le gustaba el bar Juani, porque allí había fotos de un Cádiz que tampoco recordaba, el Cádiz de los carteles de la plaza de toros y la presentación del Cordobés, de las corridas de Paquito Puerta y el picador Pucherete. El bar Juani tenía además aquel maravilloso tesoro de los coros antiguos, fotos en blanco y negro de hombres en carroza, los Marcianos, los Robin Hood, los Cosacos, algunos anteriores al tiempo que él tendría que recordar, porque él nació a raíz de la explosión, menudo susto según le contaban, otros sin duda de la época que le faltaba en el cuerpo, un agujero enorme, como una muela recién arrancada. A Juani, que decía poco, pero con cierta sabiduría distante, le costaba hablar de todo aquello, pero cuando abría la boca y recordaba los tiempos en que Manolo Irigoyen era banderillero a Torre (y a Pepito Fiestas, si le acompañaba) se le caía literalmente la baba. Pepe Pettenghi también escuchaba al maestro, y entre todos tenían que hacer callar al Penki, que con su voz ronca siempre tenía un chiste a remate o una palabra que rompía la magia. Tan embobados estaban, escuchando recuerdos ajenos que Torre quería por fuerza convertir en recuerdos propios, que no importaba mucho que el difunto Rafael Lamoma se equivocara de tostada y le pusiera a Pepito Fiestas la de mantequilla y no la de aceite y azúcar, o que a los maestros de San Felipe les cambiara los cafés con leche por sobaos y los soberanos por madalenas.
         Desde que Pepito Fiestas se había metido a persona cabal (o a sinvergüenza absoluto, depende de qué piense cada uno de lo que son los políticos), el bar Juani se había convertido en el refugio de Torre cada mañana. Se levantaba tarde, se daba una ducha fría o no se la daba, se ponía el traje y olvidaba la pistola en casa, que no le iba ya a servir de nada, y se iba andandito por la sombra en el verano, al solecito en primavera, desde Marqués de Cropani hasta San José, y luego tiraba a la derecha por el freidor de la esquina, y entraba en el Juani y en el olor a serrín del suelo quería en vano recordar el olor a serrín de las lonas y las canchas. Se tomaba su cervecita o su coñac, si se terciaba, y veía entrar y salir al personal, y miraba alguna foto y memorizaba aquellas caras, por si alguna vez se los había cruzado por la calle siendo joven, pero nada. Uno de los clientes hablaba a veces de Antonio Machado como si lo hubiera conocido, y Torre pensaba que era maravilloso poder tener memoria de una cosa así, de un acontecimiento del que uno ni siquiera había sido parte.
         Ahora que no tenía a Pepito Fiestas ni al bar Juani, las mañanas de Torre eran aburridas. Hasta había empezado a desear que le metieran mano de una vez a la obra del soterramiento de las narices, para ir a ver cómo les iba y entretenerse como cualquier jubilado a destiempo, que eso y no otra cosa le parecía que era. Algunas mañanas echaba a andar en sentido inverso, y a la altura de la Glorieta La Cierva se paraba, cabreado por el pestazo a fritanga del McDonald´s, que se tragaba el olor a la sal del mar o al pescado frito de la esquina. Otras bajaba para la Laguna y miraba el edificio de Alonso Cano, aquel donde un balcón cerrado sobre el restaurante chino anunciaba a los niños por los juguetes amontonados contra la cortina (ser detective sin licencia le había dotado de un magnífico sentido de la observación), y seguía hasta el Carranza y observaba la visera, relamiéndose en el recuerdo de una cosa que sí había visto sin el techo azul, sin estar muy seguro de que le gustara más ahora que antes, como no sabía del todo si le gustaba más la torre del marcador en celeste o en verde.
         Otras mañanas remontaba la playa y veía la línea de los edificios, el Hotel Meliá Caleta, que parecía de corcho, el cementerio blanco ocupando tantos metros innecesarios, la Boite donde sin duda se habría dado algún revolcón en los tiempos de Mediterráneo y Adamo con mis manos en tu cintura. No sabía por qué, quizás porque sus raíces eran de ahí, quizás porque era beduino, no solía pasear por el casco antiguo más que los viernes, cuando iba a la plaza y se llenaba del olor a pescado y el olor a fruta del puesto de Leo Hernández, y compraba un cartuchito de chochitos o de cotufas a Manolo Pecino, o se tomaba unos churritos de la Guapa. Antes, claro, de que echaran abajo el Eritaña para hacerle compaña al Teatro Andalucía.
         Cádiz iba de cabeza al año dos mil y a lo mejor, como los ordenadores, de ahí no pasaba. Torre no entendía de políticas, más que lo que es malo es malo y no importa el color que tenga, pero había cambios que no le gustaban, y otros que había tardado en aceptar: el alumbrado nocturno de la playa, por ejemplo. El Cádiz que no recordaba, dentro de poco, a lo mejor ni siquiera era: ya lo notaba en las casitas bajas que habían ido creciendo alrededor de la placita de los árboles, detrás del Centro Cántabro, o en la calle nueva, flamante y transitada, que había sustituido los baches del callejón Escalzo. Pronto nada de eso quedaría en la memoria de nadie, como tampoco quedaba en su memoria partida, y Torre recorría aquellas calles y observaba las sombras de los edificios que pronto ya no iban a ser con la esperanza de un destello, de una punzada de recuerdo que le dijera que en efecto estuvo allí, que de niño se subió a un motocarro abandonado y saqueó el hilo de cobre de su bocina o cruzó la vía del tren y comió hasta reventar las vinagreras picantes del cementerio de los ingleses, que libró batallas de piedras con las bandas de golfos de otros barrios y llevó redes al muelle para ganarse dos cincuenta o se subió al pescante del cochecito lerén, que robó frutas a Virtudes o compró por Navidad algún pavo en la plazoleta de Loli, o vio desde alguna azotea cómo los barcos de Astilleros zarpaban hundiendo la nariz en el mar y tapando por un momento, antes de que cientos de edificios lo hicieran luego, la visión de toda la Bahía asomada al otro lado.
         Desde que el bar Juani cerró, Torre apenas tiraba por Avenida de Portugal, quizá temiendo que los recuerdos que sí conservaba le hicieran más daño que el deseo de los recuerdos que nunca más tendría. Y tuvo que ser la casualidad de ver que el reloj se le había parado, justo a la altura de Correos, cerca de Salesianos, lo que lo llevó a ponerle una pila nueva a la joyería de al lado. Cuando salía, con la hora ajustada y venteando el levante en aquel verano de ponientes, se encontró con los postigos echados en crema y rojo sobre lo que antes fue una puerta que cruzaba casi a diario. El bar Juani, cerrado a cal y canto, negando para siempre el recuerdo de su andadura y sus anécdotas. Torre apoyó la mano contra la madera, como si fuera de cristal y en efecto pudiera asomarse a lo de adentro y atisbar un pedazo de lo que quedaba ya, antes de que la cuchara del bulldozer lo fuera a convertir, qué mierda, en un banco o un edificio de tres plantas nada más, con la falta que hacían edificios grandes para que la gente no se tuviera que ir a vivir a San Fernando. La puerta, claro, no cedió. A saber qué cerrojos habría echado Juani al decirle adiós para siempre, o su yerno sin duda, que lo mismo había llorado igual, quién puede decirlo. La puerta no cedió y Torre se dio la vuelta y vio la bolera del Centro Cántabro, que seguro que dentro de poco desaparecería también de allí, como el cine Imperial treinta metros por delante, como los cuarteles (que se fueran a la mierda, oye), como desaparecería con el soterramiento el paso a nivel de la Segunda Aguada.
Cruzó la calle y desde allí no pudo evitar mirar atrás, y entonces visualizó el local vacío, las mesas feas, las sillas de madera oscura, los cuadros que quizá alguien había retirado para almacenar en otra parte. Y una imagen se le apareció de pronto, y se vio a sí mismo de muy chavea, de limpiabotas, y la figura del comparsista sentado en la puerta, con un crío de pelo rizado sentado en sus rodillas, y su padre que lo miraba con el gesto de orgullo que sólo saben poner los padres cuando sus hijos hacen una gracia, y recordó de pronto, porque era un recuerdo, estaba seguro, la voz del niño cantando leímos en la prensa que en cierta playa, y el hoyo de la barbilla del comparsista tan pequeño con su cabecita de gata, y su mascota marrón ladeada, y a Juani joven, cuando su pelo era gris y no blanco salado, y a sus propias manos detenidas en el tiempo mientras escuchaba la voz del chiquillo cantar el que puso ese trapito seguramente fue un chufla, porque yo no digo picardías, y Paco le decía que sí con la cabeza, y el niño seguía cantando, grabando un recuerdo para ser recuperado treinta y tantos años más tarde por Torre, porque era un recuerdo y no una alucinación, el olor del betún, el zapato negro, la chaquetita roja del niño cantor, y la sabiduría de Juani detrás de la barra llevando el tres por cuarto con los nudillos, como si ya supiera entonces, como sabía Torre ahora, que ese momento anodino, allí y de aquella manera, iba a ser un día lejano el único recuerdo a rescatar, el único superviviente a flote de su olvidado paso por la historia.

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Rafael Marín (n. Cádiz, 1959), "Con la memoria partida", La ciudad escrita (16 relatos sobre Cádiz),
Cádiz, Fundación Municipal de Cultura, 2001, págs. 135-160

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