viernes, 10 de diciembre de 2010

CÁDIZ Y JEREZ EN 1840, según Téophile Gautier



Grabado proveniente de la obra:"MEYER´S UNVERSUM", publicado por “ BIBLIOGRAPH INSTITUT IN HIDLBURGHAUSEN”

       Llegamos a Cádiz cuando ya había cerrado la noche. Los faroles de los navíos, de las barcas de la nave, de las luces de la ciudad, las estrellas del cielo, lucían en la espuma de las olas como lentejuelas, de oro, de plata y de fuego. La masa ciclópea de los reductos se dibujaba de modo fantástico en la masa de sombra. Nos levantamos al amanecer. Entramos en Cádiz, que nos hizo un efecto imposible de describir con los tonos de la paleta de ningún pintor ni con la pluma de ningún literato, porque no existen para ello colores bastante claros. No hay manera de dar idea de la impresión brillante que nos produjo Cádiz en aquella gloriosa mañana. El azul y el blanco eran los dos únicos colores que herían nuestra vista. El azul era el cielo repetido en el mar; el blanco, la ciudad misma. Nunca he visto nada más variante, más deslumbrador, de una luz más difusa y más penetrante al mismo tiempo. Lo que en nuestros países llamamos sol, junto a esto, es como una miserable lamparilla en la cabecera de un enfermo.
         Las casas de Cádiz son más altas que las de las demás ciudades de España, lo cual se explica por la conformación del terreno, bastante angosto, formando un verdadero islote, que se une a tierra firme por estrecha faja de tierra. En casi todas ellas hay terrazas y abundan los torreones, los miradores y algunas veces las cúpulas. El efecto es extraordinariamente pintoresco. Todo está enlucido con cal; los balcones muy salientes tienen una armadura parecida a una jaula de cristal y lucen en ellos cortinas rojas y tiestos de flores. Algunas de las calles transversales desembocan en el vacío, por lo que parece que terminan en el cielo. Estas sorpresas repentinas de azul son encantadoras, pero fuera del aspecto alegre, vivo y luminoso de Cádiz, lo arquitectónico no tiene nada de particular. Fuimos a ver la Plaza de Toros, que tiene fama de ser de las más peligrosas de España. Ello se debe a que el circo de Cádiz no tiene barrera continua; alrededor del ruedo sólo hay burladeros –especie de biombos de madera que protegen a los toreros cuando se ven perseguidos−, disposición que, efectivamente, ofrece poca seguridad. A causa del excesivo calor no se celebraban corridas. En esta Plaza fue donde lord Byron vio la corrida de que da una poética descripción en el primer canto de Childe Harold, la cual le descalifica por completo en cuanto a sus conocimientos de Tauromaquia.
         La Catedral de Cádiz es un gran edificio del siglo XVI, que, aunque tiene una noble traza y es bello y elegante, no puede asombrar a quienes han visto los prodigios de Burgos, Toledo, Córdoba y Sevilla. Las Catedrales de Jaén, Granada y Málaga se le parecen algo en el estilo.
         La animación, la viveza y la alegría son las características de la vista de Cádiz. La ciudad está apretada en una estrecha cintura de murallas, que parecen oprimirla como un corsé; luego hay otro segundo círculo de escolleras y rocas, que la protegen de los asaltos del mar, a pesar de lo cual no siempre puede librarse de alguna catástrofe como la que ocurrió hace algunos años, que derrumbó por varios sitios estas formidables murallas, que tienen más de veinte pies de espesor y cuyos fragmentos inmensos yacen aquí  y allá a lo largo de la playa. En el muelle, al lado de la puerta de la Aduana, el movimiento es de gran actividad. (…) Las mujeres de Cádiz son guapas y de tipo original; son algo más gruesas que las demás españolas y de estatura algo más elevada. Lord Byron ha admitido sobre la virtud de las mujeres gaditanas una opinión un tanto aventurada, para la cual es posible que tuviese sus motivos.
         Una mañana, recordando mi compañero y yo que uno de nuestros amigos granadinos nos había dado una carta de recomendación para su padre, rico cosechero de Jerez, nos dispusimos a ir a esta ciudad. El camino de Jerez atraviesa una llanura desigual, con algunos montículos, árida, que, según dicen, en primavera se cubre con un tapiz de verdor esmaltado de flores. Al llegar a Jerez nos encontramos que este pueblo, como todos los demás andaluces, está blanqueado con cal de pies a cabeza, y no tiene de notable arquitectura más que sus bodegas, inmensas cuevas con techo de teja y grandes muros sin ventanas. La persona a quien íbamos recomendados no estaba; pero la carta que llevábamos para él se hallaba concebida en los siguientes términos: Abre tu corazón, tu casa y tu bodega a estos caballeros. La carta, entregada a otra persona, hizo gran efecto, e inmediatamente nos condujeron a la bodega.
         Jamás pudo presentarse ante los ojos de un borracho un espectáculo más maravilloso: aquella era una avenida de toneles, colocados en cuatro o cinco filas superpuestas. Probamos de todos aquellos vinos, por lo menos los de las clases principales, que son infinitas. Desde el Jerez de ochenta años hasta el Jerez seco, pasando por toda una escala de sabores y de paladeos, bebimos cuanto se nos ofreció. Casi todos los vinos están más o menos mezclados con aguardiente, en particular los que se destinan a Inglaterra, donde no los encontrarían bastante fuertes sin esa añadidura. Lo difícil, claro está, era poder llegar con equilibrio hasta nuestro coche después de semejante experiencia. Se trata de no dejar mal a Francia frente a España. Era cuestión de amor propio internacional. Caer o no caer: tal era el problema. En fin, fuimos, lo digo con orgullo, a nuestra calesa en un estado bastante satisfactorio, representando así gloriosamente a nuestra querida Patria en su lucha homérica contra el vino más capcioso y traidor de la Península.
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Teófilo Gautier, Viaje por España (1843), Valladolid, Editorial Maxtor, 2008. Cap. XV, “Cádiz. –Visita al “Le Voltigeur”. –Jerez. Etc.”, págs. 259-264.

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