domingo, 7 de noviembre de 2010

CÁDIZ en el JUEGO Y TEORÍA DEL DUENDE, por Federico García Lorca


De modo sencillo, con el registro en que mi voz poética no tiene luces de madera, ni recodos de cicutas, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironía, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.
         El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalfeo, Sil o Pisuerga (…), oye decir con medida frecuencia: “Esto tiene mucho duende”. Manuel Torres[1], gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: “Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca porque tú no tienes duende”.
         En toda Andalucía, roca de Jaén o caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz.
         El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: “Los días que yo canto con duende, no hay quien pueda conmigo”; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowski un fragmento de Bach: “¡Olé! ¡Eso tiene duende!” y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud; y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: “Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”. Y no hay verdad más grande.
         Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. (…) Así pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. (…) no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; de viejísima cultura, y, a la vez, de creación en acto.
         Este “poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica” es, en suma, el espíritu de la Tierra, el mismo duende que abrasó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente de Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misterios griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio. (…)
         Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa formas. (…) En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre. Y rechazar al ángel, y dar un puntapié a la musa (…).
         La verdadera lucha es con el duende.
         Se saben los caminos para buscar a Dios. (…) Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Sólo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo (…)
Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, bailen o toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. (…)
Una vez la cantaora andaluza Pastora Pavón, la Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo; y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.
Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?".
Allí estaba Elvira la Caliente, aristócrata ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild, porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen de pronto de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: "¡Viva París!", como diciendo. "Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa."
Entonces la Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y avasallador, amigo de los vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes, casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito lucumí apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.
La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y como cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre, digna, por su dolor y su sinceridad, de abrirse como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.
Federico García Lorca, “Juego y teoría del duende” (1933), en Obras completas III. Prosa, Ed. de Miguel García-Posada, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1997, págs. 150-162.

Fotografía: “Duende gitano, plaza de las canastas”, barrio de Santa María,Cádiz. http://lokoxcadiz.blogspot.com, 2010.
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                          Es cortesía de Nerea Galán Fernández
(6 de noviembre de 2010)


[1]  Manuel Soto Loreto, (a) Manuel Torre, nacido en Jerez de la Frontera en 1878 y muerto en Sevilla en 1933.

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