martes, 1 de febrero de 2011

CÁDIZ según Pío Baroja en LAS INQUIETUDES DE SHANTI ANDÍA




A continuación reproducimos varios pasajes que Pío Baroja dedica a Cádiz capital al hilo de las aventuras de su personaje Shanti Andía. Destaca la impresión de lujo de la vida de los comerciantes acomodados, así como la antipatía que profesa el autor hacia lo meriodional y aflamencado y hacia el materialismo burgués. Sus agudos comentarios sobre personajes y lugares típicos (así, la taberna de montañés), llenos de despego, contrastan con su apreciación de la belleza de la ciudad.

LAS INQUIETUDES DE SHANTI ANDÍA
I
Mis primeros viajes
(…) Cuando pisé Cádiz sentí un verdadero placer. (...) El capitán me presentó en la escuela de San Fernando y me llevó a casa de una señora conocida suya en esta ciudad, para que me tuvieran de huésped.
         De la escuela de San Fernando saldría piloto primero, después haría un par de viajes y luego don Ciriaco se retiraría, dejándome que le substituyera en el mando de la Bella Vizcaína.

II
Historia de la "Bella Vizcaína"

         El primer sábado del curso, por la tarde, don Ciriaco se presentó en mi casa en San Fernando, y me dijo:
−Vente a dormir al barco. Mañana tenemos que ir a Cádiz. Te voy a presentar en casa de Cepeda. Lleva el traje nuevo.
El señor don Matías Cepeda era el socio principal de la Sociedad naviera Vasco-Andaluza, Cepeda y Compañía, propietaria de la fragata que mandaba don Ciriaco y de otros muchos buques. (...)
Me levanté, me vestí y me acicalé todo lo posible. Los marineros de la fragata, vestidos de día de fiesta, nos esperaban en el bote; entramos don Ciriaco y yo, y nos dirigimos al puerto de Cádiz. (...)
         Desembarcamos en el muelle, pasamos la puerta del Mar y seguimos por una calle próxima a la muralla.
Llegamos cerca de la Aduana y don Ciriaco se detuvo delante de una casa grande, con miradores. (...)
Entramos en un portal altísimo, enlosado de mármol. Llamó el capitán; un criado abrió la cancela y nos pasó a un patio con el suelo también de mármol, el techo encristalado y las galerías con arcadas.
         Precedidos por el criado, subimos la escalera monumental y, recorriendo un pasillo, llegamos a un salón inmenso, con grandes espejos y medallones. (...)
Media hora después vino don Matías Cepeda y fui presentado a él. El señor Cepeda no era un hombre simpático ni mucho menos (...).
         Con don Ciriaco el señor Cepeda estuvo muy atento y hasta pretendió ser ocurrente; a mí no me miró. Sin duda, el no tener cincuenta años, para don Matías era una impertinencia.
Solamente me dirigió una frase, y esta me escoció:
−Ten cuidado −me dijo−, porque aquí, en Cádiz, te van a tomar el pelo. (...)
La casa era enorme. Se traslucía allí un verdadero delirio de grandezas: el suelo era de mármol, los salones vastísimos, con techos pintados e historiados; los miradores tan anchos y espaciosos como si fueran otras habitaciones. En los testeros se veían espejos de toda la pared, y en los pasillos se levantaban estatuas y fuentes de alabastro.
         Yo entonces aún no había visto nada, no podía comprender la diferencia que existe entre la ostentación lujosa y el buen gusto, y quedé maravillado.
Después de recorrer la casa subimos a la azotea y estuvimos contemplando la bahía de Cádiz, inundada de sol, llena de fragatas, de bergantines y de goletas.
Dolorcitas trajo un anteojo y miramos el Puerto de Santa María, Rota y Puerto Real. (...)

III
Dolores de vanidad
(...) Don Matías y yo nos sentíamos como tipos de distinta raza. Él no debía notar en mí suficiente respeto, y el que yo me permitiese tener opinión acerca de las cosas le producía una mezcla de cólera y de asombro que ahora me hubiera parecido cómica. El señor Cepeda no podía discurrir, razonar con libertad; no contaba con el suficiente número de ideas para comparar y obtener juicios propios; verdad es que a la mayoría de la gente le pasa lo mismo.
         Para suplir esta falta de ideas, don Matías se refugiaba en las anécdotas. En su cabeza, cada idea tosca y primitiva lleva como atornillada una serie de cuentos y de chistes.
         −Eso no es así −decía, por ejemplo, al exponer yo una opinión cualquiera−, y te contestaré con lo que dijo Periquito Sánchez a don Juan Martínez en Cádiz, en el año de 27... (...)
Don Matías era el tipo del buen burgués, bruto, rutinario, indelicado y en el fondo inmoral. Toda rutina le parecía santa, el precedente la mejor razón. Don Matías tenía sus manías, por ejemplo, ir siempre tarde a comer para demostrar que los muchos trabajos no le permitían ser puntual.
Don Matías solía estar en su despacho con su gorro y su bata, cuando no andaba por el almacén, por entre hileras de sacos y de cajas, dando órdenes o paseando con las manos cruzadas a la espalda. (...)
         Aquel solemne y majestuoso idiota creía que, para ser marido y padre a la inglesa, tenía que mostrarse frío con su mujer y su hija.
         Esa tendencia anglómana que se ha desarrollado en algunos pueblos andaluces, no me resulta. Los ingleses, que en general son tiesos y formales, tienen la ventaja de su tiesura y de su formalidad; pero estos anglómanos del Mediodía, con su mezcla de tiesura, y de mandanga, me parecen bastante cómicos. (...)
Todos los domingos, después de almorzar, don Matías, con su levita, sus guantes, su sombrero de copa y sus botas siempre crujientes, se marchaba al Casino Moderado[1], y no volvía hasta el anochecer. (...)
Las tardes del domingo solíamos ir a la Alameda de Apodaca, Dolorcitas y alguna amiga suya; ellas muy elegantes, yo de marinerito.
         Desde cerca de la Maestranza contemplábamos la bahía de Cádiz, tan azul; allá lejos, Rota y Chipiona brillando al sol con sus caseríos blancos; luego la costa baja, formando una serie de arenales rojizos hasta el Puerto de Santa María, y en el fondo los montes de Jerez y de Grazalema, violáceos al anochecer, con una línea recortada y extraña en el horizonte.
Veíamos la entrada de alguna fragata o de algún bergantín que venía con el atoaje[2]. Luego, al avanzar la tarde, nos dirigíamos a casa por la muralla dando la vuelta a una punta que, si no recuerdo mal, se llama de San Felipe.
Veíamos las baterías con sus cañones, avanzábamos por el adarve a mirar por los huecos de las almenas. Tardábamos todo lo más posible en entrar en casa. Al llegar a la Aduana comenzaba a obscurecer.
         En las torres blancas de las casas próximas a la muralla quedaban aún resplandores del sol. Echábamos una última mirada a la bahía.
         El mar, como un lago azul, se rizaba apenas por el viento; en los barcos comenzaban a brillar las luces, y en el puerto resplandecía una fila de faroles; el cielo de otoño, un cielo azul y rosa, sin una nube, iba oscureciendo. Las luces de San Fernando comenzaban a reflejarse en el agua, y la esfera del reloj del Ayuntamiento de Cádiz se iluminaba y se destacaba en el cielo pálido.
Muchas veces, desde aquel sitio de la muralla, oíamos las lentas campanadas del Ángelus.
Al anochecer tomaba la diligencia en una plazoleta próxima y me marchaba a San Fernando con el espíritu angustiado y lleno de una extraña amargura.


IV
La palmera y el pino

         Algunas veces he oído referirse a una poesía de un poeta alemán, creo que de Enrique Heine, en donde un pino del Norte suspira por ser una palmera del trópico[3].
Este símbolo podía representar la situación espiritual mía en aquella época lejana en que estudiaba en San Fernando. Hoy, cosa extraña, no me gusta nada el Mediodía y tampoco me entusiasman las palmeras, que son, indudablemente, decorativas, pero que tienen aspecto de algo artificial.
En aquel tiempo de que hablo era yo el pino que aspira a transformarse en palmera. Hubiese querido hablar con abandono y ligereza, saber hacer chistes y comparaciones y echármelas de Tenorio. Hasta se me ocurrió abandonar el mar y hacerme comerciante, o por lo menos empleado. (...) Quería transformarme en un andaluz flamenco, en un andaluz agitanado. Entrar en una de esas tiendas de montañés a tomar pescado frito y beber vino blanco, ver cómo patea sobre una mesa una muchachita pálida y expresiva, con ojeras moradas y piel de color de lagarto; tener el gran placer de estar palmoteando una noche entera, mientras un galafate del muelle canta una canción de la maresita muerta y del simenterio; oír a un chatillo, con los tufos sobre las orejas y el calañés[4] hacia la nariz, rasgueando la guitarra; ver a un hombre gordo contoneándose marcando el trasero y moviendo las nalguitas, y hacer coro a la gente que grita Olé y Ay tu mare y Ezo é; esas eran mis aspiraciones.
         Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con el vocablo; me parece que una persona que ve en las palabras, no su significado, sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; pero entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.
Entonces hubiera querido ser tan discreto, tan conceptuoso y tan alambicado como todos mis conocimientos.
Leí las novelas de Fernán Caballero, que tenían mucha fama; no me gustaron nada, pero me convencí de que me debían gustar. Las he vuelto a leer después y me han parecido una cosa bonita, pero mezquina. Me dan la impresión de un cuarto bien adornado, pero tan estrecho que dentro de él no se pueden estirar las piernas sin tropezar en algo. (...)
Muchas veces, al asomarse a la muralla, al ver la bahía de Cádiz inundada de sol, el mar soñoliento, dormido; los pueblos lejanos, con sus casas blancas; la sierra azul de Jerez y Grazalema recortada en el cielo; al contemplar esta decoración espléndida, me preguntaba:
−Y todo esto, ¿para qué? ¿Para vivir como un miserable conejo y recitar unos cuantos chistes estúpidos?
Realmente era poca cosa.
Un domingo de invierno, por la tarde, al anochecer, no sé por qué me decidí a dejar la diligencia de San Fernando y a quedarme en Cádiz.
         Había en el muelle esa tristeza de domingo de los puertos de mar. No me sentía alegre, sino agresivo, con gana de hacer una brutalidad cualquiera.
         Entré en una tienda de montañés, pedí pescado frito y vino blanco. Comí y bebí en abundancia. Estos colmados andaluces resumen el carácter de la región: son pequeños, pintorescos y complicados. (...)
Entonces en Cádiz, y ahora probablemente pasará lo mismo, había la costumbre de andar de noche por unas cuantas calles, los días de fiesta sobre todo. Estas calles eran la calle Ancha, la de Columela, la de Aranda, la de San Francisco y no recuerdo si alguna más. (...)

V
Nuevas fatigas de amor
(...) Muchos domingos, al llegar a casa de doña Hortensia me encontraba con que no había nadie, y solía entrar en el almacén. Los empleados me conocían. Allí se trabajaba lo mismo días de labor que días de fiesta. Era todavía la buena época de Cádiz. Constantemente estaban cargando y descargando carros en la calle de la Aduana, llena de almacenes y de escritorios, y constantemente los carretones entraban y salían del almacén de don Matías.
El almacén era inmenso, con bóvedas en donde se apilaban sacos, barricas, toneles y cajas. A la entrada estaba el escritorio, con su pantalla y sus ventanillas con letreros. Una parte estaba destinada al comercio y la otra al despacho de buques.
Antes de entrar en las cuevas se pasaba por un vestíbulo, en donde había unas grandes balanzas colgadas del techo. En este vestíbulo, vigilando las pesadas y la entrada y salida de los fardos, solía verse un señor que no era más que algo como un conserje o portero; pero que, por su aspecto, parecía un personaje. (...)

VI
Grandeza y miseria
(...) El caserío de Cádiz se desarrollaba ante mi vista con sus casas blancas sin alero, la catedral con sus dos torres y su cúpula dorada, las azoteas con sus torrecillas como minaretes y algunos de esos lienzos de pared blancos, con dos o tres ventanas pequeñas, como los paredones de las casas árabes. (...)
Los días que me quedaban de Cádiz pensé aprovecharlos. Me empezaba a encontrar bien allí; llevaba una vida ligera y alegre. Paseaba mucho, me encantaba el pueblo, sus plazas alegres, sus calles rectas; contemplaba las casas blancas de miradores enormes, las iglesias también blancas y recorría la muralla al ponerse el sol. (…)_________________________________________________
Pío Baroja (1872-1956), Las inquietudes de Shanti Andía (1911), Ed. de Darío Villanueva, Madrid, Espasa-Calpe, 1988. Libro segundo: Juventud, caps. I a VI, págs. 116-141.


[1] En el reinado de Isabel II el partido conocido primero con el nombre de “conservador” se concretó finalmente en el término “moderado” sobre todo hacia 1844-1845, al plantearse la cuestión de la reforma constitucional. Según Madoz, en Cádiz había, por estas fechas, dos casinos.
[2] A remolque.
[3]  La estrofa XXXIII de Lyrisches Intermezzo (1822-1823), poemario de Heinrich Heine, dice así: “Envuelto en frío sudario/ de hielo, sobre un peñón,/ se  alza un pino solitario/ del árido septentrión./ Sueña con una palmera/ que en el oriental edén,/ en abrasada ribera/ suspira y sueña también”. (Citamos por la traducción de Teodoro Llorente, 1885).
[4]  Calañés: sombrero campesino, originario del pueblo onubense de Calañas, característico por su ala vuelta hacia arriba y copa baja en forma de cono trunco.

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