miércoles, 12 de enero de 2011

COSARIO UNIVERSAL, por Andrés Trapiello

 
Plaza de Candelaria, Cádiz. Placa en la casa natal de Emilio Castelar (1832-1899), y monumento conmemorativo (1906).
         
Desde hace unos años y en la mayor parte de las capitales de provincia hay ya un Rastro que suele celebrarse los domingos. Algunos de estos zocos son modestos, otros se combinan con mercadillos, pero todos tienen su interés, en todos espera uno encontrar un pequeño tesoro. Cada uno de estos rastros tiene su propia fisonomía, porque en cada uno de esos pueblos la vida de hace un siglo tenía sus peculiaridades.   Y los rastros son la oportunidad que le damos al tiempo pasado para   comparecer de nuevo en el presente, a menudo por última vez. Los rastros son pues como una Corte de Apelación. Hace unos años, en el de Cádiz, que se celebraba junto a los muros del mercado de abastos, compró uno un puñado de papeles viejos, facturas antiguas con membretes bonitos, pasajes para clípers y piroscafos que hacían las derrotas de Cuba, Pernambuco y las Antillas, propaganda de fletes, y, sobre todo, etiquetas de vinos, anises y aguardientes como recién salidas de los talleres litográficos. Cada uno de estos papeles  contiene tanta información como la piedra Rosetta o las tablillas de  Hammurabi. Uno de ellos, el albarán de unos “Cosarios diarios a  Cádiz, Sevilla y puntos intermedios”,  era especialmente bonito con  su locomotora a vapor como viñeta al lado del nombre del dueño,  muy propio y galdosiano para su industria: “Antigua de Recuero y Villeta. Hoy de Requejo y Frende. Plaza del Cañón, 13...”.
          Hasta ese momento no sabía uno qué era un cosario. Cosario vendría a ser lo que hoy entendemos por transportista, sólo que en un siglo en el que las comunicaciones no eran fáciles. Le gustó a uno mucho esa palabra  por lo que significaba, y claro, por su ambigüedad, ya que estaba lo bastante cerca de corsario y de cachivachista o cosista como para dejarla pasar de largo en su recua de cosas viejas.

Ha vuelto uno este año a Cádiz unos días, por si el cosario del azar había tenido a bien traerle el soñado fantaseo. Y, sí, allí estaba, en forma de casa, en una de las plazas más bonitas del mundo, pequeña, tranquila, provinciana, con un jardín centenario y una estatua casi humana de Emilio Castelar, el escritor y publicista que tanto gustaba a Azorín (a Azorín hay que hacerle siempre caso en literatura)... La casa era vieja, del siglo XIX, paredaña a la natal de Castelar, con miradores blancos y un cartel de “Se vende”. Nos dijimos: “Ah, ¡qué fácil sería la vida en esa casa, en esta plaza, en esta ciudad, bajo estos cielos azules...”. Y se queda uno silencioso, antes de seguir su camino y dejar atrás el sueño irrealizable que ha tenido en algunos otros, pocos, rincones de nuestro viejo continente... Y al alejarnos sentimos ser un poco mejores de lo que acaso somos. El sentimiento es la verdadera medida de las cosas, decía Unamuno (a Unamuno hay que hacerle caso en todo menos en literatura). Lo que no nos emociona, ¿de qué sirve? Sí, toda emoción, moviéndonos de más a menos, es un viaje que nos hace mejores, y el escritor, el recuero que circula palabras, sentimientos, emociones. Si no hubiese uno llegado tan melancólico al otoño, correría ahora mismo a una imprenta y me haría en la minerva unas tarjetas de visita en las que pusiera sólo: “A. T. Cosario
aficionado. Plaza de la Candelaria. Cádiz”. O mejor aún: “Cosario    universal”. Por darle algún brillo a nuestro pobre oficio.

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Andrés Trapiello, “Cosario universal”, El Magazine de La Vanguardia, 14 de septiembre de 2008.
Este artículo mereció el Premio de Artículos Periodísticos Unicaja, 2009.

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