martes, 28 de diciembre de 2010

CÁDIZ, por Benito Pérez Galdós (La calle Ancha)

Calle Ancha, Cádiz
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[…] Desde tal día, el servicio en la Cortadura y en Matagorda me entretuvo algún tiempo[1], y no me fueron posibles aquellas visitas, ya tristísimas, ya alegres, que hacía a Cádiz; pero al fin, como el asedio no era penoso, disfruté de algún vagar, y un día púseme en camino de la calle Ancha, con intento de resolver allí qué dirección tomar.
En tiempos normales era la calle Ancha el sitio donde se reunía la caterva de mentirosos, desocupados, noveleros y toda la gente curiosa, alegre y holgazana. Allí iban también de paseo a la hora de medio día en invierno y por las tardes en verano, las damas a la moda y los petimetres, abates y enamorados, ocurriendo con esto mil lances y escenas de que nos ha dejado retrato muy vivo don Juan del Castillo en sus sainetes urbanos, no menos graciosos y verdaderos que los populares y consagrados a la majeza[2].
Pero en 1811, y después que las Cortes se trasladaron a Cádiz[3], la calle Ancha, además de un paseo público, era, si se me permite el símil, el corazón de España. Allí se conocían, antes que en ninguna parte, los sucesos de la guerra, las batallas ganadas o perdidas, los proyectos legislativos, los decretos del gobierno legítimo y las disposiciones del intruso, la política toda, desde la más grande a la más menuda, y lo que después se ha llamado chismes políticos, marejada política, mar de fondo y cabildeos[4]. Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías, real sello, real estampilla, renovación de vales, medios, arbitrios, etc., se refugió en Cádiz después de la invasión de las Andalucías. Cádiz reventaba de oficinas y estaba atestada de legajos[5].
Además, la calle Ancha obtenía la primacía en la edición y propaganda de los diferentes impresos y manuscritos con que entonces se apacentaba la opinión pública; y lo mismo las rencillas de los literatos que las discordias de los políticos, lo mismo los epigramas que las diatribas, que los vejámenes, que las caricaturas, allí salieron por primera vez a la copiosa luz de la publicidad. En la calle Ancha se recitaban, pasando de boca en boca, los malignos versos de Arriaza, y las biliosas filípicas de Capmany contra Quintana[6]. […]
[…] En la calle Ancha, en suma, se congregaba todo el patriotismo con todo el fanatismo de los tiempos; allí, la inocencia de aquella edad; allí, su bullicioso deseo de novedades; allí, la voluble petulancia española con el heroico espíritu, la franqueza, el donaire, la fanfarronada, y también la virtud modesta y callada. Tenía la calle Ancha mucho de lo que llamamos salón de conferencias, de lo que hoy llamamos Bolsa, Bolsín, Ateneo, Círculo, Tertulia, y era también un club.
     Cualquiera que entonces entrase en ella por las calles de la Verónica o la Novena y la atravesase en dirección a la plaza de San Antonio, habríase creído transportado a la capital de un pueblo en pleno goce del más acabado bienestar y aun de la paz más completa, si no mostrara otra cosa la multitud de uniformes militares, tan varios como alegres, que abundantemente se veían. Gastaban las damas gaditanas ostentoso lujo, no sólo por hacer alarde de tranquilidad ante las amenazas de los franceses, sino porque era Cádiz entonces ciudad de gran riqueza, guardadora de los tesoros de ambas Indias. Casi todos los petimetres y la juventud florida en masa, lo mismo de la aristocracia que del alto comercio, se habían alistado en los diferentes cuerpos de voluntarios que en febrero de 1810 se formaron; y como en tales cuerpos ha dominado siempre, por lo común, la vanidad de lucir uniformes y arreos de gran golpe de vista, aquello fue una bendición de Dios para el lucimiento de sastres y costureras, y los milicianos de Cádiz estaban que ni pintados.
Debo advertir que se portaron bien y con verdadero espíritu militar en todo lo muy difícil y arriesgado que durante el sitio se les confió; pero su principal triunfo estaba en la calle Ancha entre muchachas solteras, casadas y viuditas.
Llamábanse unos los guacamayos, por haber elegido el color grana para su uniforme, y éstos formaban cuatro batallones de línea. Menos vistoso y deslumbrador era el vestido de los dos batallones de ligeros, a quienes llamaron cananeos, por usar cananas en vez de cartucheras. Otros, por haber aplicado profusamente a sus personas el color verde, fueron designados con el nombre de lechuguinos, si bien hay quien atribuye este apodo a la circunstancia de pertenecer los tales lechuguinos a los barrios de Puerta de Tierra y Extramuros, donde se crían lechugas. Con los mozos de cuerda y trabajadores formose un regimiento de artillería, y como eligieran para decorarse el morado, el rojo y el verde, en episcopal combinación, fueron llamados los obispos, y no hubo quien les quitara el nombre durante todo el transcurso de la guerra. Otros, que militaron en la infantería, y eran modestísimos en estatura y traje, fueron designados con el mote de perejiles, y a las personas graves que habían formado una milicia urbana y exornádose con un levitón negro y cuello encarnado, se les tituló los pavos. Todos llevaban nombre contrahecho, y hasta el cuerpo que se formó con los desertores polacos, no pudo llamarse nunca de los polacos, sino de las polacras[7].
Todo esto inmenso, variado y pintoresco personal de guacamayos, cananeos, obispos, perejiles y pavos discurría por la calle Ancha y plaza de San Antonio, llamada entonces Golfo de las Damas[8], en las horas que dejaba libres el servicio, menos penoso y arriesgado allí que en Zaragoza. Formaban los variados uniformes, a los cuales se añadían los nuestros y los de los ingleses, la más animada y alegre mescolanza que puede ofrecerse a la vista; y como las señoras no llevaban sus guardapiés y faldellinas de luto, sino por el contrario, de los más brillantes rasos blancos, amarillos o rosa, con mantillas quier blancas, quier negras, y cintas emblemáticas, y cucardas patrióticas a falta de flores, júzguese de cuán bonita sería aquella calle Ancha, la cual, como calle, y aun desierta y abandonada por el alegre gentío, es, con sólo el adorno de sus lindas casas, de sus balcones siempre pintados y de sus mil vidrios, lo más bonito que existe en ciudades del Mediodía. […]
Benito Pérez Galdós, Cádiz (1874),
Ed. de Pilar Esterán, Madrid, Cátedra, 2003, págs. 255-257 y 260-262
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Es una colaboración de Juan Diego Pinteño

[1] Galdós ha deslizado un error manifiesto. No es posible que nuestro protagonista se demore en la defensa del castillo de Matagorda hacia diciembre de 1810 porque dicho punto defensivo había sido tomado por los franceses en abril de ese mismo año. Castro, Cádiz…, págs. 22-23, escribe: “Los franceses a todo trance necesitan el sitio del Trocadero, punta avanzada en el término de Puerto Real hacia la bahía que sirve de carenero […] Defiende el Trocadero el pequeño castillo de Matagorda sobre la bahía, pero cercano a la costa, y el castillo una guarnición inglesa. Dos meses de incesantes fuegos no han podido vencerle; mas la fuerza irresistible de las baterías contrarias, últimamente establecidas, logra que el navío San Pablo se retire, en presencia de las balas rojas que sobre él caen. Bátese con los franceses a medio tiro de cañón el castillo, y los ingleses, estando ya convertido en ruinas, lo abandonan el día 24 de abril [de 1810]”.
[2] Los sainetes de Juan Ignacio González del Castillo has sido clasificados en varios grupos temáticos: sainetes de costumbres, retratan el Cádiz de la época; sainetes de sátira social, cuyo núcleo argumental gira en torno al enfrentamiento entre petimetres y majos; sainetes que desarrollan el tema del “teatro dentro del teatro”, con parodia del mundo literario, y obras de carácter más folclórico y más entroncadas con un paisaje rural o urbano. Véase: González Troyano et al. [2000, 31-41].
[3] Las Cortes cerraron sus sesiones en la Isla de León el 20 de febrero de 1811 y las reabrieron en Cádiz el 24 del mismo mes. Véase: Toreno, op. cit., pág. 305b.
[4] Para subrayar la función de la calle Ancha gaditana como mentidero político, Castro, Cádiz…, pág. 47, anota que algunos periódicos, tales como el Redactor general, publicaban una sección de noticias extraoficiales bajo el marbete de “Calle Ancha”.
[5] A don Benito le bastó con echar un vistazo al Apéndice del libro de Adolfo de Castro, Cádiz…, págs. 65-66, para conocer la proliferación de oficinas correspondientes a los distintos ramos de la Administración que tenía cabida en Cádiz durante el sitio.
[6] Hacia mayo de 1811 estalló una violenta polémica entre Capmany y Quintana, secretario este último de la Interpretación de Lenguas y miembro de la Suprema Junta Censoria. Capmany publicó dos folletos con el título de Carta de un buen patriota que reside disimulado en Sevilla escrita a un antiguo amigo suyo domiciliado hoy en Cádiz, publicados en Cádiz, en la Imprenta Real, la primera con fecha 18 de mayo de 1811 y la segunda con fecha 20 de junio de 1811. En ambos textos criticaba el estilo excesivamente poético y afrancesado que utilizaba Quintana en las proclamas de la Junta Central y ahora en las de la Regencia. Quintana, ofendido, replicó en su Contestación a los rumores y críticas. Y Capmany dirigió nuevas invectivas contra su adversario en su Manifiesto de don Antonio Capmany en respuesta a la contestación de don Manuel José Quintana, Cádiz, Imprenta Real, 1811. Véase: Castro, Cádiz…, págs. 31-32. De esta disputa literaria también da cumplida cuenta Alcalá Galiano, Recuerdos…, págs. 74b-75b.
[7] Los curiosos apelativos por los que eran conocidos los distintos cuerpos de voluntarios distinguidos de Cádiz son enumerados por Castro, Cádiz…, pág. 47, y el novelista ha anotado la relación de nombres en el margen derecho de la página de su ejemplar. En este listado, la última palabra es “polacras”, pero Castro no hace mención del cuerpo de desertores polacos. Sólo Alcalá Galiano, Recuerdos…, pág. 57a-b, al relatar el incidente suscitado en la ciudad a mediados de febrero de 1809, cuando se dio orden a Cádiz a un batallón de desertores polacos, se refiere a ellos y al nombre contrahecho que se les dio, explicando que “el vulgo gaditano, acostumbrado a hablar de barcos, habiendo de éstos una clase con el nombre de polacras, [los] llamaba polacros”.
[8] Atestiguado por Castro, Cádiz…, pág. 47.

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