domingo, 19 de diciembre de 2010

ÁNGEL CAÍDO (cuento), por Nieves Vázquez Recio


Kalysee (África Mayi Reyes), Ave Fénix, 2008
(http://www.flickr.com/photos/afri/2333163499/)

ÁNGEL CAÍDO


La mujer caminaba por una ciudad que no conocía. Caminaba con un rumbo fijo, pero sintiendo dentro un desorden azaroso que no había experimentado jamás. Había sido citada en esa ciudad ajena, a la que acababa de llegar poco después de amanecer en un autobús que la traía de otra, cercana a esta, pero igualmente extraña para ella. Y venía de lejos, de un pueblecito frío de la meseta donde había pasado una niñez oscura rodeada de cabras y de libros y una adolescencia larga, solitaria, tumultuosa. Luego una llamada la había sacado del pueblo y llevado de aquí para allá, siempre lejos de sus padres, a los que ya se había acostumbrado a no ver. La mujer era joven.

         Las calles, solitarias aún, tenían la frescura de la vida que empieza, lo había notado nada más salir de la estación de autobuses, el desperezo de las cosas. Hombres y mujeres acudiendo al trabajo mañanero, madres que iban a comprar el pan del desayuno. Muy pronto fueron asomando los niños y a ella le extrañó esa sensación antigua ahora recobrada de salir de casa para ir al colegio y después regresar. O simplemente le extrañaron los niños, como si se hubiera olvidado de que existían.

Aunque su traje era de manga larga, notó cómo se erizaba el vello de los brazos al quitarse la rebeca negra, pero la sensación le gustó y no volvió a ponerse la prenda, la dobló con cuidado sobre su brazo izquierdo y así fue avanzando, lentamente, en busca de la casa a la que tenía que ir.

Las indicaciones eran vagas y la hora, temprana, así que se dejó llevar, sabiendo que tenía tiempo de sobra. Cruzó una plaza con un enorme monumento blanco en forma de semicírculo y eligió la primera calle, sin pensar. Al subirse a la acera, sintió en el tobillo el chicotazo de un alambre. La mujer vio el corte diminuto y la gota de sangre, roja, generosa, desmesurada, que empapaba la media color carne. El breve dolor la turbó, pero enseguida supo buscar su pañuelo blanco y almidonado en el bolso que llevaba cruzado sobre el pecho; curiosamente no le importó en absoluto ver la mancha en el lienzo. Pensó que al andar rozaría el dobladillo del traje largo también blanco y eso tampoco la inquietó.

A la derecha un puesto de fruta anunciaba su género con cajas en medio de la acera, miró hacia dentro justo cuando un anciano se metía una uva en la boca. La mujer vio moverse las mandíbulas mal rasuradas y enjutas, la pelusa blanca resaltando sobre una piel muy curtida, y creyó distinguir una gota de almíbar en la comisura de los labios resecos. Entonces sintió sed y sin querer mirar más, intentó repudiar los versos que se le venían a la boca porque se los habían prohibido leer, en la interior bodega  / de mi Amado bebí. Pero los versos se le vinieron a la boca.
        
Analizaba ahora el cúmulo de impresiones nuevas que las cosas iban produciendo en su alma y de inmediato su estómago rechazó esa palabra, alma, como si se tratara de un vestiglo. Algo le decía que estaba tomando una dirección equivocada, así que a la altura de otra plaza llena de hermosos árboles con un templete en medio, intuyó que debía ir hacia la izquierda y así hizo. La leche que tomara temprano con un trozo de pan y manteca le parecía tan lejana que envidió a aquellos hombres empinando un café humeante detrás del cristal. Pensó que su dinero era escaso. Los hombres la miraron, pero enseguida desviaron la vista como si fuera una intrusa, como si no fuera ella con sus ojos hermosos, como si no estuviera allí y eso la molestó. Y la molestia la perturbó.

Recuperar el entendimiento, la voluntad y la memoria que había tenido antes, antes de llegar a la ciudad. Quizás era posible. En el recuerdo estaba el camino que la había llevado allí, pero a la mujer el pasado se le antojaba ahora un espacio discontinuo,  pantanoso, impreciso. Un espacio donde estaban las cabras y el colegio.

El sonido de un piano movió las hojas de un árbol exótico en el centro de un patio acancelado y la música agitó su interior con un temblor antiguo. Era el órgano que sonaba los días de ocasión en la cripta, un órgano pequeño cuyas teclas se movían como las duelas crujientes bajo los pies. Las niñas alrededor. Cantando. Las niñas alrededor. Volvió a sentir el olor del queso en las manos, imborrable, y a verse pequeña e indecisa frente al cofrecito con el dedo incorrupto de la fundadora, una barrita medio rota y descascarillada de un color como regaliz claro o caca. Pensó caca, lo rechazó y siguió pensando caca. Junto al dedo, en la misma vitrina, flagelos, ropas negrucias y un rosario. Desde las hornacinas miraban estatuas de pelo brillante, pelo de niñas como ellas, decían. Y la tumba al fondo, la fundadora, oscura, al fondo.

Había creído que no tenían piernas hasta que se las vio a sor Aurora mientras, encima de un pupitre, intentaba colgar algo en la pared, piernas esbeltas dentro de unas medias negras. Sor Aurora dejó los hábitos y a nadie le extrañó porque todas la habían visto besarse con el padre Julián. Contaban que se había casado con él. Fue ella la que la asustó tanto el día en que iba a darle una piedrecita de Lourdes y la monja había dicho: “Ven conmigo”. Al final de la escalera de caracol se abría un largo pasillo marcado en su umbral con una especie de raya. “Ves, de aquí no pases, si no ya no podrás salir”. La niña esperó y esperó, levantó el pie y jugó con el pie más allá de la raya. La monja volvió y ella sintió la osadía y el terror, todo junto, mientras huía por  la escalera.

La mujer llegó a una plazoleta con naranjos y siguió por una calle larga. Un olor intenso a vino la hizo detenerse ante un local grande, con gente, a pesar de la hora; miró hacia dentro y vio los barriles enormes, el color oscuro en las copas sobre la barra antigua. La sangre dulce de Cristo, susurró, y una lengua restañando la herida en el cuerpo desnudo. La imagen la escandalizó, intentó volver a ella sin embargo, y ya no pudo.

Recuperar la memoria, con entendimiento y voluntad.

La niña había guardado siempre el secreto de aquel éxtasis lejano mientras estudiaba ciencias naturales, rodeada de cabras. Se había dejado caer entre la hierba alta, mirando al cielo fijamente y pensando en Jesucristo, en su terrible suplicio, en su divina clemencia, en los ángeles y arcángeles, en los hombres perdidos, en los niños hambrientos. Y pasó una nube. Los santos inocentes, los profetas y mártires, la celestial justicia. Y otra. La Virgen gloriosa, la Virgen graciosa, la Virgen amantísima. La letanía era infinita. La niña vio pasar otra nube y sintió su cuerpo encima de la nube o quizás a ella lejos de su cuerpo, allá entre algodones acuosos. La duplicidad sin embargo la espantó. Ser y no ser ella al mismo tiempo. Si antes hablaba poco con las compañeras, desde entonces apenas les dirigió la palabra. 

¡Ah, aquellas tardes leyendo tanto, tanto, porque a la niña lo único que le gustaba era leer! Y leía la vida de San Francisco de Asís y la de Santa Teresita, que le prestaban las monjas. Y pensaba en la lengua de San Antonio allá en Padua y en los pechos de Santa Águeda sobre un plato y en Santa Catalina en su rueda y en San Lorenzo achicharrado en la parrilla y sentía un vacío extraño y una comezón allá abajo, inexplicable, porque allá abajo no había nada de particular, aunque las monjas dijeran que mejor no tocarse. La llaga del martirio.

Irritada se castigó a sí misma. Por qué todo se había vuelto rijoso, insinuante. Deseó como nunca sentir el aire fresco en su pelo desnudo y levantó la mano derecha como persiguiendo la caricia. Le sorprendió la aspereza de la tela y casi al mismo tiempo su imagen reflejada en un escaparate la asustó hasta tal punto que tuvo que detenerse en medio de la calle ya casi bulliciosa para respirar.

Vagamente notó que alguien intentaba socorrerla con preguntas, pero ella sólo quiso saber la dirección exacta para acabar cuanto antes. Estaba cerca, cerca. Dos calles a la izquierda. Vio una cruz brillante y enfrente la mole antigua.

Un taxi se detuvo y de él vio bajarse a una joven preñada. Lo que había enfrente era un pequeño hospital, ahora se daba cuenta. De inmediato imaginó a la parturienta gritando de dolor con las piernas en alto y se remontó al principio, a esa mujer abierta esperando ser penetrada, asaetada, como Santa Cristina. La idea le resultó insoportable y sublime al mismo tiempo y se metió en la casapuerta a la espera de una tregua, de una rendición.

En el fondo del zaguán había una puerta cerrada y a la derecha un torno con un timbre. Se acercó a él y dudando lo rozó apenas con la yema de los dedos. Al poco, una voz suave y profunda la increpó dos veces: “Ave María purísima,  Ave María Purísima”, pero sus labios permanecieron sellados. Despacio, muy despacio para no hacer ruido, desanduvo los últimos pasos y sin saber por qué puso cara de curiosidad, como si ella no tuviera nada que ver con el escenario, como si fuera una más entre paseantes. Alzó la cabeza para admirar la forma rotunda del edificio dieciochesco y vio las rejas de hierro con pinchos salientes custodiando ventanas misteriosas. Qué secretos horribles guardarán, pensó absurdamente, qué soledad tan conocida. Continuó por la acera hasta doblar la esquina y llegó a una calle paralela a la primera que bordeaba el edificio por detrás. La recorrió con ese mismo aire de turista, esperando, sin embargo, otra oportunidad. Se detuvo ante una segunda entrada de portones gigantes y en el dintel leyó el destino inequívoco: Ecclesia de la Piedad. Pero la mujer pasó de largo.

Empezó entonces un deambular errático por esa ciudad que no había pisado nunca y cuyo suelo parecía echar candela. Avanzó entre la gente como si anduviera siempre en sentido contrario, se perdió en el acertijo de esquinas guarnecidas con cañones que apuntaban al cielo. El destello del sol en un parabrisas, el azul contra el blanco de una torre, flores por todas partes, aceitunas. Sintió hambre. Un perro orinaba en la pared, pisó la orina. Esquivó a un pedigüeño como quien esquiva una piedra y fue a dar a una puerta donde un papel escrito a mano anunciaba: Pensión Inés. Recreó la cita intempestiva, los olores oscuros, el jadeo desconocido, ese misterio. Y siguió avanzando. Este manjar de ángeles no conviene al paladar, susurró, sin saber de dónde le venían las palabras.

Llegó a un mercado cuya entrada olía a canela, pimentón, nuez moscada, y recorrió pasillos donde se mezclaban el tufo de la carne y el pescado con el perfume de las mandarinas. Dio vueltas y más vueltas hasta lograr salir. Alguien le ofreció una manzana y la mordió y le supo dulce. Este manjar de ángeles, repitió, reconociendo ahora un recuerdo vago, salobre. Es el mar, dijo. De una ventana escapó un cante ajeno que se deslizó como una culebra e imaginó una escena doméstica con un hombre, una mujer y un niño, tal vez un viejo. En una azotea bailaba ropa blanca. Siguió andando. Vio el inmenso azul, la espuma estrellada contra cubos de piedra, vio el brillo de los peces, gente pescando, gatos. Atisbó a lo lejos la catedral de cúpula amarilla y desvió la vista. El puzzle contiguo de casas de colores alivió su repentina desazón, su incertidumbre. Abandonó el paseo y volvió a adentrarse en el vericueto de las calles.

Ya no había brújula, ya no había voluntad ni memoria. Fue eligiendo rincones, portales, bocacalles, como en un acertijo que rigiera el azar. Y llegó a una plaza con un edificio arcado y siguió andando, pensando que ya no podía más, que necesitaba ayuda, llegar de nuevo a la iglesia o tal vez una señal de esa ciudad maldita. Bendita, dijo su entendimiento, y ella se estremeció. Atravesó la plaza y se sentó en el banco de una parada de autobuses. Uno acababa de irse. A la derecha distinguió la verja que separaba la zona portuaria, reconoció el lugar como si lo hubiera visto por primera vez mucho tiempo atrás y no esa mañana casi al amanecer. Miró hacia abajo y observó sus pies desechos y reencontró el hilo antiguo de la sangre apostillada, la mancha púrpura en el borde del traje. Entonces oyó un estruendo sordo, como si se abriera la tierra debajo de sus pies. En medio de la polvareda asfixiante vio las alas metálicas de un ángel, de un ángel medio desnudo, y ratas y cucarachas que salían de la herida de los adoquines. En el silencio turbio supo que la gente la contemplaba con ojos de milagro, ella indemne en la marquesina destruida, al lado de la estatua, también rota. Miró al cielo y lo que descubrió fue el edificio inmenso sobre su cabeza con un nombre: El Fénix Español. Seguros. La mujer sonrió. Con el pie descalzo, lentamente, aplastó el caparazón negro de una cucaracha y el chasquido terrible se mezcló con el murmullo de las sirenas que iban acercándose.


                                            Nieves Vázquez Recio, “Ángel caído”, El cielo asusta,
                                                                       Madrid, Del Centro Editores, 2009
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Es una colaboración de Marilia Centeno de Guirotane

El motivo de este cuento (la caída de la pesada estatua que remata el edificio de La Unión y el Fénix en Cádiz) se basa en un hecho real ocurrido en 1979  (http://www.gentedecadiz.com/?p=4810)

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