sábado, 30 de julio de 2011

CARTA SOBRE CÁDIZ, por Felipe Benítez Reyes

El amor, de Julio González, 2008.
(Un charco en una calle de Cádiz)

CARTA SOBRE CÁDIZ
            Me anuncias tu visita a Cádiz y me pides recomendaciones, orientaciones, pautas para moverte por esa ciudad. ¿Qué puedo decirte? Me temo que las ciudades no pueden ser contadas, que toda la literatura que generan viene a ser ciencia-ficción, o poco menos que eso; que ninguna orientación acaba orientando, sino forzando a lo sumo un encuentro que regala mayor sorpresa cuando es casual, porque soy partidario, te diré, del callejeo azaroso, sin plano alguno, sin guía, al albur de los pasos errantes.
          ¿Qué se puede decir de un laberinto, en fin, salvo invitar, en este caso, a recorrerlo?
            [...]
           Las visiones literarias de cualquier ciudad nos sirven únicamente, creo yo, como un detonante de nostalgias, como la retrospección sentimental de un sitio conocido y ya lejano, como un asidero de la memoria, aunque en la memoria las ciudades se vuelven muy pequeñas, del tamaño de una seta bajo la que vive un duendecillo, y como duendes diminutos recorremos en el recuerdo su entramado de plazas y de calles, transeúntes de un reino de irrealidad vertiginosa en el que todo parece estar descoyuntado, e incluso el mar, el inmenso hondo mar de horizonte brumoso, acaba teniendo en la memoria las dimensiones de una lágrima.
            Poco puede hablarse de una ciudad, en fin, pero no quiero ser descortés ni poco hospitalario, de modo que procuraré hablarte de Cádiz... Del Cádiz que vas a encontrar cuando cruces la llamada Puerta de Tierra, puerta de un ámbito luminoso, puerta –también– del tiempo, que en Cádiz parece fluir constantemente hacia el pasado.

            A mediados del siglo XIX, Antoine de Latour vino a España en calidad de secretario de los duques de Montpensier. Viajó a Cádiz, le adivinó a la ciudad un "aspecto mágico" y le aplicó una metáfora previsible: "Una nave de piedra anclada en medio del océano", hasta el punto de sentir la tentación de hablar de tripulantes en vez de vecinos.

            En Cádiz el mar es una omnipresencia... que apenas se ve. Parece retumbar bajo sus calles un rompeolas, un flujo subterráneo de agua, un eco de catacumbas inundadas de mar y de peces ciegos y abisales. A veces, tienes la sensación descabellada de que se trata de una ciudad flotante, de un viejo galeón petrificado, de una superficie que da la impresión de crujir, cascada y movediza.

            Creo que a Cádiz debe llegarse la primera vez por mar, aproximarse al puerto mientras se define en nuestra mirada la Plaza de San Juan de Dios, que parece un decorado neoclásico montado allí para endulzar las fatigas de los navegantes: una ingrávida estructura de luz, puerta amable de entrada, espacio de acogida para el que llega. Lo describe muy bien Richard Ford, viajero romántico: "El entrar en la bahía de Cádiz, la ciudad, construida sobre rocas, centelleante como una hilera de marfil, se eleva en su promontorio sobre el azul oscuro del mar". (Como una hilera de marfil...) Y Juan Ramón Jiménez horas antes de embarcarse con rumbo a América en viaje de novios, escribe:

De un cielo bajo y malva, que limitan,
sobre el cielo más alto, verde y puro,
vagos cúmulos de ópalo
con un vago pedazo de arco iris,
Cádiz –igual que un largo brazo fino y blanco,
que España, desvelada en nuestra espera,
sacara, en sueños, de su rendimiento
del alba,
todo desnudo sobre el mar morado–
surge, divina.

            Muy a principios del siglo XX, la mayor parte de las murallas de Cádiz fueron demolidas, supongo que porque se les perdió el miedo a las invasiones y a los temporales, de modo que la ciudad quedó abierta al mar, casi hecha orilla. Hoy, da la impresión de que los grandes buques atracados en el puerto, con sus volúmenes altivos, son en realidad edificaciones efímeras que se añaden por unos días al escenario urbano y que desaparecen, como por encantamiento, cualquier amanecer o cualquier noche, como un lento carruaje de luces, dejando en el agua una estela dorada, y la ciudad amanece con distinto perfil. Pero llegan, según es natural, otras embarcaciones, con sus banderas más o menos incógnitas ("¿De qué país será?"), desde puertos remotos, y, cuando se trata de un barco escuela, la ciudad se llena de tripulantes uniformados, con su blusa hueca y su tafetán, con ese aspecto de autómata o de soldado de plomo que suelen tener los aprendices de marino, que casi siempre parecen niños grandes perdidos en una ciudad extraña.
            Cádiz, ya verás, es una ciudad que transmite una rara variante de la melancolía: una melancolía optimista y liviana, grata de alojar en nuestro ánimo, porque no hiere. "¿Cómo puede ser eso?", me preguntarás desde tu país amigo de la nieve, con sus inviernos de alma violenta, donde tanto sabéis de melancolías que achican el espíritu o que lo conducen, como en un trineo fantasmal, al territorio de la pesadumbre abstracta y sin porqué, frente a un horizonte de blancura uniforme, que se diría metáfora gélida de la nada.
            Resulta difícil describir esa melancolía alegre que promueve Cádiz en quien la visita, aunque sea muy nítida su percepción...

            Es una ciudad muy viva y a la vez moribunda, roída por las sales volátiles del mar; es sombría y sin embargo radiante, es opresiva la estrechez de sus calles pero a la vez acogedora... Todo tiene en ella un halo de humedad enfermiza, todo está herido de tiempo: sus mármoles, la caoba ultramarina de sus portones, la herrería neoclásica, la piedra ostionera robada al mar y hecha geometría en las fachadas, el repellado de las paredes, la escayola de los techos de los zaguanes, ornamentados con rocallas dieciochescas, reblandecidas... Da la impresión de que la ciudad se mantiene en pie porque toda ella es una pieza única, un núcleo compacto, una sola construcción solidaria, muro contra muro, para no venirse abajo de golpe, para no desmoronarse como un castillo de arena lamido por la lengua de una ola.
            Cádiz tiene algo de elegantísimo cadáver en pie, y recorres sus calles con un sentimiento muy firme de melancolía, pero de pronto aprecias el bullebulle de sus gentes, su animado trajinar, su afán de vida, y esa melancolía se dulcifica de improviso, se vuelve bálsamo al fin, y comprendes que aquello es una alegre comedia representada ante un telón raído, una alegre comedia de supervivientes sobre un escenario que parece haber estado hundido durante siglos en el océano.

            A Cádiz, en fin, la hieren el mar y el tiempo, pero eso parece formar parte de la trama.
            [...]
            Al hilo de este relato de Estrabón, el poeta Rafael Alberti recreó en versos de registro hímnico la fundación de Cádiz por aquellos fenicios arrojados:

… Y así naciste, oh Cádiz,
blanca Afrodita en medio de las olas.
Levantadas las nieblas del Océano,
pudiste en sus espejos contemplarte
como la más hermosa joven aparecida
entre la mar y el cielo de Occidente.
Traías en tus manos fenicias el olivo
            y un collar para Tarsis,
            para su poderosa garganta plateada.
En ella se abrasaron tus ojos, sobre ella
reclinaste la frente, y fuiste rica,
la avara marinera que en el viento
de Nuestro Mar tendía, victoriosa, su nombre.
Así en las infernales
brumas dolientes del Ocaso abriste
las Puertas Gaditanas
como las arcas del más bello tesoro.
Sobre tus dos entrelazados mares,
Hércules, venerada luz, ardía,
divina fuerza, sol de la aventura...

Para su poema "Destrucción del templo gaditano de Hércules" se valió Alberti de un relato de Al-Himyari a saber: allá en el año 1146, se hizo creer a Abu-l-Hasan Ali B. Isa Maymun, jefe de la escuadra almorávide en Cádiz, que aquel templo estaba construido encima de tesoros de riqueza inimaginable y que todo su interior estaba macizado con polvo de oro. Alentado por la avaricia, ordenó Maymun que se sacaran una a una las piedras del aparejo de mampostería que servía de base al templo y que se apuntalase con vigas el hueco que dejara cada piedra extraída. Una vez ahuecado el templo, mandó Maymun unir las vigas mediante pedazos de madera y, finalmente, prendió fuego a aquella armazón, lo que al poco motivó que se viniese abajo con grande estrépito. De los escombros sólo pudo sacarse algo de plomo y el bronce de que estaba hecha la estatua de Hércules.
Quería la superstición que quien demoliese el templo de Cádiz moriría de muerte violenta, y de muerte violenta murió el avaricioso Maymun, buscador de oros secretos y sagrados.
[...]
Y es que estamos, no lo olvides, en la ciudad más antigua –o eso nos aseguran quienes saben– de Occidente, y esa condición propicia algunas peculiaridades, como la que a continuación te relato.
Cádiz es una ciudad levantada sobre ciudades. El subsuelo es allí un mundo incógnito, una caja de sorpresas polvorientas, una chistera mágica con truco. (Me acuerdo ahora de la letra de una chirigota en la que aquellos bromistas relataban cómo, durante unas obras de reparación de un cuarto de baño, al picar la pared, les apareció la grada de un teatro de la época romana.)
Bien, a lo que iba: en 1891, en el curso de unas excavaciones arqueológicas, se exhumó en Cádiz un sarcófago fenicio perteneciente a un hombre que debió de ser principal, ya fuese por su cargo o por su hacienda, o tal vez por ambas cosas, a juzgar por el esmero que presenta la labor del artista funerario.
Un profesor conquense llamado Pelayo Quintero Atauri, que acabó siendo director del Museo de Bellas Artes de Cádiz, sostuvo con firmeza una cadena de hipótesis, a saber: el huésped de aquel sarcófago debió de ser persona de alto rango, por lo que antes te decía; debió de estar casado y debió de dispensar a su esposa un enterramiento tan digno como el suyo. De manera que debía de existir un segundo sarcófago femenino de características similares, y sólo era cuestión de implorar al albur ese regalo.
Según  cuentan, la búsqueda de aquel otro sarcófago acabó convirtiéndose en obsesión para Quintero Atauri, que en vano entretuvo la ilusión de su descubrimiento hasta su muerte, ocurrida en Tetuán en 1946.

Tenía este Quintero Autari un chalet por la parte de extramuros, y sus herederos acabaron vendiéndolo. Una vez demolido el chalet, a la hora de realizar las excavaciones arqueológicas que por ley son preceptivas, se produjo la sorpresa: justo en la parte del solar en que estuvo el dormitorio del afanoso Quintero y Atauri, apareció el segundo sarcófago, aquel sarcófago con el que había soñado despierto, aquel sarcófago que había poblado sus duermevelas como la imagen de un tesoro perseguido.

Quintero y Atauri tuvo, en fin, un sueño, pero nunca supo que dormía sobre ese sueño.
¿Monumentos? Los encontrarás, pero no creo que sea eso lo que más vaya a interesarte de Cádiz, porque allí el monumento principal es la ciudad misma: un armonioso entramado de simetrías, una secuencia de perspectivas geométricas que, al pronto, parecen trazadas por una misma mano, porque sorprende su homogeneidad, aunque se trata de una homogeneidad engañosa, una trampa en la que cae la mirada, y acabarás admirado de la variedad de soluciones arquitectónicas que presentan allí los edificios, dentro siempre de esa armonía que da carácter a este lugar del mundo consagrado inicialmente a Hércules, el de las difíciles hazañas.
En la mayor parte de la ciudad vieja, el paseante, si quiere recrearse en la contemplación de las fachadas dieciochescas y decimonónicas, tiene que reclinar el cuello cuanto le dé de sí, dada la estrechez de las calles, y eso provoca una sensación extraña, como si fuera uno un súbdito de Liliput en un ámbito desproporcionado con respecto a su estatura, a pesar de ser los edificios por lo común de tres, o, como mucho, de cuatro plantas, aunque luego están las torres invisibles... "¿Las torres invisibles?", te preguntarás. Bueno, sí, por decirlo de algún modo. Son muchas las torres que coronan las casas gaditanas, miradores para la contemplación ociosa, para el oteo militar o mercantil, pero son pocas las que el transeúnte alcanza a ver desde la calle. Si te sitúas en la plaza hoy llamada de la Constitución –en recuerdo de la liberal de 1812, apodada la Pepa–, verás varias, entre ellas las que rematan la conocida como Casa de las Cuatro Torres, rotunda y etérea. Y si te animas, puedes subir a la torre Tavira, antiguo puesto de vigía y hoy atracción turística, y desde lo alto de ella ver Cádiz desplegada ante ti igual que una maqueta magnífica, rodeada de mar, y hasta puede que tengas la impresión de que aquello se convierte de pronto en una abigarrada ciudad del Oriente, con la cal de las azoteas recubierta de líquenes, con sus secretos miradores, con esa cúpula recubierta de azulejería amarilla que da a la Catedral un no sé qué de templo exótico...

(Y estos versos de Adriano del Valle, de su Oda náutica a Cádiz:
Miradores, garitas, belvederes,
cúpulas y cimborrios, campanarios,
cigüeñas, espadañas sin campanas,
alto y señero encanto
de atalayas, vigías, palomares.
(...)

La Torre de Tavira pastorea
el ancho lomo acuático,
las demandadas olas, las galernas
con sus verdes rebaños...)
En Cádiz importa, en fin, lo que se ve y lo que se adivina, lo que es y lo que sugiere, lo que muestra y lo que oculta. Porque es ciudad entregada, pero también muy secreta.

Y hablando de secretos... 
[...]
Por la mañana, en cuanto te levantes, va a la Plaza de las Flores, desayuna en alguna de las cafeterías que hay por allí, pasa de largo ante la estatua dedicada a Columela que acaba de erigir algún concejal o concejala en estado de gracia artística, detente durante un rato, entornados los ojos, a mirar los puestos de flores, con su mercancía expuesta en armonía primorosa, y, tras aspirar el aroma de incienso que acostumbran a quemar los vendedores de especias a la puerta del mercado, entra allí, llégate hasta la zona de los pescaderos y sorpréndete: la gruta del mismísimo Neptuno, en pleno banquete, o algo por el estilo. Un espectáculo, porque el género se expone allí casi con ostentación, se diría; con orgullo –casi– de joyeros: los peces sobre un lecho fúnebre de hielo picado, plata viva extraída de las aguas, piezas robadas de ese gran cofre de tesoros palpitantes que es el mar, reino veleidoso de riquezas. (Y, de vez en cuando, algún pez enorme que sugiere ya la obscenidad de un cadáver, la apariencia aterradora de un asesinado, monstruo nictálope de las aguas oscuras...)

Cuando salgas del mercado, comprobarás que el mercado sigue: mercerías callejeras, pregoneros ambulantes de galeras y mojarras, de bolsos de marca fingida, de caracoles, de tagarninas y espárragos... 
[...]
Y poco más quiero contarte, para no configurar en tus imaginaciones un fantasma. Ya me contarás a tu regreso.

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Felipe Benítez Reyes, "Carta sobre Cádiz", en AAVV, Una geografía. Ocho viajes andaluces, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2002, págs. 47-59.

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