Panorámica del Puente Carranza, emijrp, 2009
I
Te traerá por el puente que cruza la bahía
porque quiere que veas
lo que es entrar despacio a media tarde
en una esfera azul. Y te dirá: El istmo
es desde aquí el diámetro dormido
de una naranja atlántica y celeste.
Es casi primavera,
ya huele con las algas el azahar.
Y tú le sonreirás. Metáforas aparte,
es cierto que hoy es marzo, y es verdad esta luz.
Cicerone querría no tener que pasar
−que no existiera− esta avenida demasiado angosta,
sin apenas aceras, con sus bloques baratos
−de los años 60, de los años 70,
de los años...−, fachadas despintadas,
fachadas despintándose, pintándose
de óxido, con balcones cerrados
cada uno a su manera, y hasta ropa colgada.
...Pero detrás, la playa nos redime:
pese a los temporales del invierno
−atamos las palmeras por las hojas−,
tanta arena, tan blanca; la catedral, al fondo,
deslíe su amarillo en el ocaso;
el agua es de mercurio pensativo
bajo un azul muy tenue
que va virando a rosa, que va virando a malva,
que va virando a añil...
Como todas las tardes envuelve a Cicerone
la mansa santidad de los crepúsculos.
II
La mañana siguiente, con la marea baja,
te llevará primero al arrecife,
bordeando el castillo y más allá del faro:
Este llano poroso donde respira el mar
la piel de nuestras casas, que es la piedra ostionera,
podría ser la luna. Este canal
separaba dos islas −Kotinousa, Erytheia−
que habitaron fenicios y romanos.
El palafito blanco de la Palma
podría ser el templo donde César
eleva sus plegarias a Melkart.
En el Campo del Sur, su amigo Balbo
−o acaso fue su hijo, Lucio Cornelio el Joven−
supervisa las obras del teatro
que ha mandado erigir. Mira los hombres:
el del centro está sonando un vaso
−de cristal o metal: no se distingue−
: sabrán que han encontrado la invisible y perfecta elipse de las gradas
(la curva es musical, la ciencia es pitagórica)
cuando todos lo escuchen por igual.
Del Islam apenas queda nada
(el Pópulo era entonces una aldea
de pescadores): ánforas vidriadas
del Museo, cegados arcos de herradura
dicen que fue mezquita lo que Alfonso X
convirtió en catedral: donde hubiera querido
dormir el sueño eterno, en la frontera
del poder con lo desconocido.
Hubiera sido hermoso, oh sabio trovador
de Santa María –donde Farina el Cojo
aún baila el plenilunio al Nazareno−
yacer en esta iglesia –hoy parroquia
de Santa Cruz− y despertarse
al olor de los guisos: Posada del Mesón
para gentes del tráfico de América,
“Del mar de Cádiz, conchas” –canta Lope−,
y el oro de las Indias dicen todos
que suena a Paraíso.
Y la ciudad que crece, crece, crece.
Por Nueva y más allá de San Francisco
medran los comerciantes: ricas casas
y torres miradores con dibujos de almagre
–la ciudad se duplica arriba en azoteas−
para seguir el curso de los barcos
y por si los piratas, como aquellos de Essex,
los del saco famoso, que, borrachos,
antes de arderlo todo se llevaron
hasta los pomos de las puertas. Reforzaron
entonces las murallas: de caoba y marfil
es la maqueta que ves, lo mismo que si fueras
el rey Carlos III. Ah, los tiempos dorados:
ilustrados burgueses que sueñan a escondidas
con Montesquieu y Rousseau −hay mucho contrabando
del nuevo mundo de la Enciclopedia−.
España sin franceses, hasta el puente Zuazo.
Aquí en el oratorio de San Felipe Neri
se reunían las Cortes y el público asomado
a la baranda elíptica del cielo:
¡Viva, viva la Pepa! (Vivió poco).
El siglo se medía por tertulias
y alzamientos de espadas liberales.
La urbe isabelina, calle Ancha:
balcones de cristal que llaman cierros,
Palacio de los Mora. Los aljibes
son los pozos de lluvia. La Viña, luego,
huele a cazón
−un tiburón pequeño que se adoba y se fríe,
igual que la morena−. La ciudad
de Celestino Mutis guarda todavía
su colección de árboles del mundo
en el álbum del parque Genovés:
araucarias, pinos mediterráneos, palmeras washingtonias, cipreses macrocarpa,
bella sombra (el ombú), ficus gigantes,
el laurel de las Indias, el drago de Canarias,
y gatos y palomas y todos estos niños, y estos novios humildes vestidos de marqueses
de las fotos de boda en la Alameda: garitas, balaustradas, las farolas
de forja sevillana, el Carmen
−barroco colonial−, las buganvillas
asoman desde marzo entre las pérgolas,
los bancos y las fuentes son cerámica
de Santa Cruz: sus amorcillos, mira,
aunque hay mucho gamberro, hoy lucen su cabeza.
Y no es ésta ciudad de monumentos
de los de cinco estrellas en las guías,
pero pocas verás con este casco antiguo
tan lleno de discretas bellezas que se suman
desde hace tres mil años. Por cierto: son cañones
los tubos de metal que guardan las esquinas.
Y hubiera preferido Cicerone
que no oliera hoy a pis, que hubieran recogido
las cacas de los perros, que acabara
la huelga de basura. Entonces, sólo entonces,
te contará el reverso del milagro:
Una ciudad ensimismada y pobre.
Pobre el Pópulo, la Viña, el Mentidero,
San Carlos, Santa María y la parte nueva
desde San Severiano y la barriada
de España, pasando por la Paz,
hasta el Cerro del Moro, Puntales y Loreto.
La gente que malvive y no trabaja
porque no tiene dónde o no sabe hacer nada
que pueda dar dinero, y no le importa:
la ayuda familiar, el subsidio del paro,
los muchachos que pasan por la escuela
sin noción de futuro, sin más vocabulario
que el que cabe en el cuerpo
(picha, chocho, joé).
La intimidad, la tele.
La suerte o el olvido
hablan lengua de vino, de aguja o tragaperras.
Pero ellos son los lirios del campo de la gracia.
El cielo bajo palio son unos bares chicos
donde se escancia el ocio
nostálgico de arte y de fortuna.
Copa de sombra solidaria
al abrigo del mundo son las peñas.
Peñas Recreativas Culturales.
Flamenco y carnaval. Todos los días del año,
carnaval y flamenco.
Y yo, qué puedo hacer.
III
Y te irás por el puente que cruza la bahía,
dejando atrás despacio, con el alba,
la ciudad en su esfera que empieza a ser azul.
Una naranja atlántica, decía Cicerone.
Atlántica y celeste.
Es casi primavera.
Ya huele, con las algas, el azahar.
Foto: José Arroyo http://www.flickr.com/photos/jabkdos
Ana Sofía: Me quito el cráneo ante ti.
ResponderEliminarRafael