sábado, 30 de octubre de 2010

ATLÁNTICA Y CELESTE (Cicerone de la bahía de la Gracia)



Panorámica del Puente Carranza, emijrp, 2009


                      I

Te traerá por el puente que cruza la bahía 
porque quiere que veas 
lo que es entrar despacio a media tarde 
en una esfera azul. Y te dirá: El istmo
es desde aquí el diámetro dormido 
de una naranja atlántica y celeste. 
Es casi primavera, 
ya huele con las algas el azahar. 
Y tú le sonreirás. Metáforas aparte, 
es cierto que hoy es marzo, y es verdad esta luz.

Cicerone querría no tener que pasar
−que no existiera− esta avenida demasiado angosta, 
sin apenas aceras, con sus bloques baratos 
−de los años 60, de los años 70, 
de los años...−, fachadas despintadas, 
fachadas despintándose, pintándose 
de óxido, con balcones cerrados 
cada uno a su manera, y hasta ropa colgada. 
...Pero detrás, la playa nos redime: 
pese a los temporales del invierno 
−atamos las palmeras por las hojas−, 
tanta arena, tan blanca; la catedral, al fondo, 
deslíe su amarillo en el ocaso; 
el agua es de mercurio pensativo 
bajo un azul muy tenue 
que va virando a rosa, que va virando a malva, 
que va virando a añil... 
Como todas las tardes envuelve a Cicerone 
la mansa santidad de los crepúsculos.


 II

La mañana siguiente, con la marea baja, 
te llevará primero al arrecife, 
bordeando el castillo y más allá del faro: 
Este llano poroso donde respira el mar
la piel de nuestras casas, que es la piedra ostionera, 
podría ser la luna. Este canal 
separaba dos islas −Kotinousa, Erytheia− 
que habitaron fenicios y romanos.
El palafito blanco de la Palma 
podría ser el templo donde César
eleva sus plegarias a Melkart. 
En el Campo del Sur, su amigo Balbo 
−o acaso fue su hijo, Lucio Cornelio el Joven− 
supervisa las obras del teatro 
que ha mandado erigir. Mira los hombres: 
el del centro está sonando un vaso 
−de cristal o metal: no se distingue−
: sabrán que han encontrado la invisible y perfecta elipse de las gradas 
(la curva es musical, la ciencia es pitagórica) 
cuando todos lo escuchen por igual. 
Del Islam apenas queda nada 
(el Pópulo era entonces una aldea 
de pescadores): ánforas vidriadas 
del Museo, cegados arcos de herradura 
dicen que fue mezquita lo que Alfonso X 
convirtió en catedral: donde hubiera querido 
dormir el sueño eterno, en la frontera 
del poder con lo desconocido. 
Hubiera sido hermoso, oh sabio trovador 
de Santa María –donde Farina el Cojo 
aún baila el plenilunio al Nazareno
yacer en esta iglesia –hoy parroquia 
de Santa Cruz− y despertarse 
al olor de los guisos: Posada del Mesón 
para gentes del tráfico de América, 
“Del mar de Cádiz, conchas” –canta Lope−, 
y el oro de las Indias dicen todos 
que suena a Paraíso. 
Y la ciudad que crece, crece, crece. 
Por Nueva y más allá de San Francisco 
medran los comerciantes: ricas casas 
y torres miradores con dibujos de almagre 
–la ciudad se duplica arriba en azoteas− 
para seguir el curso de los barcos 
y por si los piratas, como aquellos de Essex, 
los del saco famoso, que, borrachos, 
antes de arderlo todo se llevaron 
hasta los pomos de las puertas. Reforzaron 
entonces las murallas: de caoba y marfil 
es la maqueta que ves, lo mismo que si fueras 
el rey Carlos III. Ah, los tiempos dorados: 
ilustrados burgueses que sueñan a escondidas 
con Montesquieu y Rousseau −hay mucho contrabando 
del nuevo mundo de la Enciclopedia−. 
España sin franceses, hasta el puente Zuazo. 
Aquí en el oratorio de San Felipe Neri 
se reunían las Cortes y el público asomado 
a la baranda elíptica del cielo:
¡Viva, viva la Pepa! (Vivió poco). 
El siglo se medía por tertulias 
y alzamientos de espadas liberales. 
La urbe isabelina, calle Ancha: 
balcones de cristal que llaman cierros, 
Palacio de los Mora. Los aljibes 
son los pozos de lluvia. La Viña, luego, 
huele a cazón 
−un tiburón pequeño que se adoba y se fríe, 
igual que la morena−. La ciudad 
de Celestino Mutis guarda todavía 
su colección de árboles del mundo 
en el álbum del parque Genovés: 
araucarias, pinos mediterráneos, palmeras washingtonias, cipreses macrocarpa, 
bella sombra (el ombú), ficus gigantes, 
el laurel de las Indias, el drago de Canarias, 
y gatos y palomas y todos estos niños, y estos novios humildes vestidos de marqueses 
de las fotos de boda en la Alameda: garitas, balaustradas, las farolas 
de forja sevillana, el Carmen 
−barroco colonial−, las buganvillas 
asoman desde marzo entre las pérgolas, 
los bancos y las fuentes son cerámica 
de Santa Cruz: sus amorcillos, mira, 
aunque hay mucho gamberro, hoy lucen su cabeza. 
Y no es ésta ciudad de monumentos 
de los de cinco estrellas en las guías, 
pero pocas verás con este casco antiguo 
tan lleno de discretas bellezas que se suman
desde hace tres mil años. Por cierto: son cañones
los tubos de metal que guardan las esquinas.

Y hubiera preferido Cicerone 
que no oliera hoy a pis, que hubieran recogido 
las cacas de los perros, que acabara 
la huelga de basura. Entonces, sólo entonces, 
te contará el reverso del milagro: 
Una ciudad ensimismada y pobre. 
Pobre el Pópulo, la Viña, el Mentidero, 
San Carlos, Santa María y la parte nueva 
desde San Severiano y la barriada 
de España, pasando por la Paz, 
hasta el Cerro del Moro, Puntales y Loreto. 
La gente que malvive y no trabaja 
porque no tiene dónde o no sabe hacer nada 
que pueda dar dinero, y no le importa: 
la ayuda familiar, el subsidio del paro,
los muchachos que pasan por la escuela 
sin noción de futuro, sin más vocabulario 
que el que cabe en el cuerpo 
(picha, chocho, joé).
La intimidad, la tele. 
La suerte o el olvido 
hablan lengua de vino, de aguja o tragaperras. 
Pero ellos son los lirios del campo de la gracia. 
El cielo bajo palio son unos bares chicos 
donde se escancia el ocio 
nostálgico de arte y de fortuna. 
Copa de sombra solidaria 
al abrigo del mundo son las peñas. 
Peñas Recreativas Culturales. 
Flamenco y carnaval. Todos los días del año, 
carnaval y flamenco. 
Y yo, qué puedo hacer.

                         III

Y te irás por el puente que cruza la bahía, 
dejando atrás despacio, con el alba, 
la ciudad en su esfera que empieza a ser azul. 
Una naranja atlántica, decía Cicerone. 
Atlántica y celeste.
                          Es casi primavera. 
Ya huele, con las algas, el azahar.
El istmo está tendido como un perro que duerme.

                     
Ana Sofía Pérez-Bustamante

                                             Foto: José Arroyo http://www.flickr.com/photos/jabkdos

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